sábado, 25 de junio de 2011

PUERTO ACOSTA: FRONTERAS QUE SE TOCAN Y SE BESAN ARDIENTES

Estaba ya cercano al punto y raya que separan a Bolivia y Perú, donde los límites puestos por los estados coloniales, nada tienen que ver con la geografía que se toca y se besa ardiente. Esta zona fronteriza, no cuenta con facilidades de transporte para ir y venir, cruzando a Perú por la provincia de Moho. Hay que aprovechar los días miércoles y sábados de feria cuando las fronteras que dividen y separan se transforman en espacios de encuentro y unión entre bolivianos y peruanos. En esos días ya no existen las fronteras, porque el contrabando hace olvidar los límites territoriales, convirtiendo a la zona en un gran mercado ambulatorio donde los precios de los productos bolivianos, hacen que afloren cantidades de comerciantes peruanos. Allí concurren grandes vehículos con todo tipo de productos para la venta e intercambio.
Justamente me encontraba en el día miércoles y los segundos corrían a contratiempo para poder cruzar la frontera. Había llegado pasado el mediodía a Escoma. Me estaba yendo ya para Puerto Acosta, pasando antes por un puesto de comida para ver qué me podía llevar para morfar en el camino. Encontré un gran choclito con granos blancos del tamaño de una arbeja para comer. En el mismo lugar, me topé con un hombre que estaba comiendo un rico pescado y trabajaba de remisero en Puerto Acosta. Me ofreció llevarme hasta la provincia de Moho por 250 bolivianos. No se si me habrá visto cara de perejil o turista europeo, seguro que sí de “gringo”. Prácticamente me le reí en la cara, con una gran carcajada haciéndole ver que boludo no “parecía”. Tal vez, aunque lo dudo, no era muy caro si uno piensa que no hay transporte, que el viaje sería directo y que en tres horas de auto, ya estaría del lado peruano. Sin embargo, no era tiempo para gastar tanta plata y sabía que podía viajar por mucho menos dinero. La carcajada hizo que me rebaje a 200. Parecía que la carcajada no había sido lo suficientemente irónica. Entonces, le ofrecí 70 bolivianos, esperando una respuesta positiva. Las cosas se dieron vuelta y el que se rió fue él, de “bolu” tampoco tenía nada. No pudimos llegar a un acuerdo, y me fui rápido a esperar el minibús para no atrasarme más. Para suerte mía el minibús pasó rápido y hacia Puerto Acosta partí. 
Puerto Acosta está en la provincia de Camacho, y es su capital, situada a una altura de 4000 mtrs sobre el nivel del mar, ubicada en la parte norte del lago Titicaca y a 230 km de La Paz. En su bahía de Huaycho (nombre que llevaba el pueblo en tiempos incaicos) se ubicaba un antiguo puerto menor donde se comercializaban productos desde Perú hacia los pueblos del Altiplano Boliviano. Hoy, sólo se observan sus ruinas. Es una ciudad con una arquitectura propiamente colonial, con grandes casonas de dos plantas, una gran iglesia, una plaza central, una biblioteca popular donde funciona Internet gratuito para sus pobladores, una gran sede de la municipalidad, una radio local, una plaza comercial donde puede uno comer en las tiendas. Las familias se dedican principalmente a la alfarería y tejidos, también a la cría de ganado camélido y vacuno. La población depende de la agricultura para su existencia. El 80% trabaja en este sector, sobre todo en sus propios emprendimientos. Cultivan tubérculos (como papa y zanahoria) y pasto para el ganado. La agricultura se dificulta por la falta de agua, esto también genera migraciones hacia la ciudad. El 97% de la población es de origen aymara, y el idioma materno de la mayoría también es el Aymara. Casi la mitad de la población del lugar habla castellano.
Llegué a la capital de Camacho alrededor de las 15:00 hs. un poco desesperado por conseguir transporte hacia Perú. Antes de bajarme me putee un poco con el chofer, ya  que me quiso cobrar de más. Por suerte, la gente local que viajaba conmigo le increpó que se quisiera hacer el vivo. Ya con la mochila al hombro, comencé a preguntar qué transporte tomarme para algún pueblo de Perú. Puntualmente, quería  llegar a Conima. No había forma de encontrar una misma respuesta que me dé seguridad sobre hacia dónde dirigirme para conseguir transporte. Unos me decían que espere en tal camino; otros, en aquel otro; unos me planteaban que no había transporte, que ya se habían ido todos a la frontera; otros, que esperara que algo iba a pasar. Estaba demasiado perdido e impaciente, pero todavía había y tenía luz de esperanza, aunque necesitaba encontrar certezas en alguna respuesta.
Estaba ya muy confundido y desorientado. Fui a la Municipalidad a ver qué me decían: estaba cerrada pero había algunas personas. Un tipo de la municipalidad me ofreció llevarme en moto hasta la frontera, y que esperara sobre un camino de ruta a unos 500 metros del pueblo. Me fui a esperarlo pensando en sacar alguna buena tajada en el precio. Llegó el tipo y me pidió 20 bolivianos. Con la costumbre de bajar el precio le ofrecí 15. Tuvimos 20 minutos de negociación, que terminó en la nada, ya que le empezó a dar fiaca de  llevarme, y mis pedidos de súplica ya no lo tentaban. Se me había ido una oportunidad.
Con la tranquilidad que me brindaba el lugar, me quedé al costado del camino, sentado sobre la mochila y sacando el choclito para acompañar y seguir dándole tiempo al tiempo para conseguir transporte.
Nubes con lluvia iban llegando y chaparrones discontinuos aparecían para besar la tierra. Entre gotas vi a lo lejos que me hacían señales desde un auto. Una distancia de 600 metros nos separaba, pero pude entender a través del lenguaje de las señas que me estaba ofreciendo llevarme. Rápidamente agarré mi mochila y la colgué sobre mi espalda. A paso rápido me dirigí hacia mi solución al transporte. Llegué, me subí ante la información de que iba a la frontera, y antes de que empiece la marcha le pregunté cuánto me cobraría. Me pidió 20 bolivianos, y volví a negociar y a preguntarle por qué ese precio. Intenté rebajarlo, poniéndome firme afirmando que si no bajaba el precio, me bajaría del auto. Y el tipo me dijo: “Bueno… bájate.” Me descoló la respuesta; sentía que me estaban ofreciendo un precio diferenciado en mi calidad de extranjero.
Desde que llegué a Puerto Acosta, me hacían notar mi condición de extranjería. Enojado, le increpaba “Por qué me quiere hacer pagar el doble. Sean Justos, Ama Suwa (no robar) dice su tradición.” Me bajé con un portazo.
Venía ya con dos negociaciones perdidas, y una sensación contradictoria de “malestar alegre” por mantener mis convicciones de no dejarme tratar como una persona de segunda.
Un poco encaprichado con que algo iba a conseguir, fui nuevamente a esperar que alguien pase y me lleve. Las condiciones climáticas y el tiempo del “tic tac” del reloj se estaban poniendo mal para mí. Los aguaceros de gotas finas, fueron ensanchándose hasta que me di cuenta que ya no era momento para seguir al costado del camino. Iba a hacer noche en Puerto Acosta y al día siguiente con mayor flexibilidad vería qué hacer con el transporte.
Un caserón con una señora mayor que lo administraba me dio la bienvenida para quedarme en Puerto Acosta. Me acogió por 10 bolivianos. Una vez que dejé la mochila  sobre la cama y me abrigué para dar una recorrida por el pueblo, iba sintiendo en el cuerpo la buena vibra de estar contento por cómo se fueron dando las situaciones para que esa noche de cielo cerrado y gris, esté parando en aquél lugar alejado de todo. 
Paso a paso, sin acelerar el andar fui recorriendo las calles de Puerto Acosta hasta que llegué hasta una plaza que servía de estacionamiento a camiones de gran porte. Allí había algunos locales de comida. Era hora de dar calor a la panza con un guisito y con una sopa de primero. Sentado en un localcito pedí el menú del día. Había en el lugar una tele chiquita donde se transmitía El Chavo del 8. Estas son de las series que uno siempre se engancha, que las ve una y otra vez y no se cansa. Tantas frases hemos emulado del Chavo: “Fue sin querer queriendo”, “Es que  no me tienen paciencia”, “Eso, eso, eso, eso”, “Al cabo que ni quería”, “Bueno pero no se enoje”, “Se me chispoteó”, etc. En una mesa única y alargada, me sirvió la señora la comida. Tenía hambre, y metía cuchara tras cuchara.
Lleno y calentito, fui en busca de un almacén para darme un antojito y comprarme una chocolateada con galletitas para embucharme antes de ir a dormir.
Antes de dar por terminada la noche, me quedé escuchando una serie de programas del ciclo “Atrapados en Libertad” que transmiten en AM 530 www.atrapadosenradio.blogspot.com. Elegí ese día el Programa de Enrique Angelelli, Micaela Bastidas y Victor Jara. No podía sentirme mejor, luego de darme estos gustos.
A dormir se había dicho.
Ya de mañana me tomé unos mates para arrancar. Armé la mochila nuevamente, mientras resonaba la idea de irme caminando hasta la frontera. Había un trecho de dos a tres horas hasta un pueblo que se llamaba Wirupaya. Quizás podría empezar a andar y tuviera la suerte de que pasara algún transporte. Tomé la decisión de hacer esa travesía.
Los preparativos para la caminata incluyeron la compra de agua, un acullico de coca, y los audioculares que empezaron a sonar con la música de Victor Jara que me decía “Caminando, caminando, voy buscando libertar, ojala encuentre camino para seguir caminando.” 

Fue un camino donde el aire se sentía en los pulmones, respirando hondo y profundo. Las hojas de coca ayudaban a que la cabeza y el corazón no latieran como bombo de italaque. La vista contemplaba un trayecto largo de subidas y bajadas, curvas y contra curvas que se escondían detrás de algún cerro, y que volvía aparecer con el trasfondo del lago Titikaka. A los costados del camino, la vida brota. En los cultivos, los animales del altiplano custodiados por los perros, en algún chico o señora que acompaña sus rebaños, en los arroyos que se cruzan y se dejan escuchar golpeando las piedras que encausan su viaje. 






No sabía si iba por buen camino, ya que había algunos desvíos. A lo lejos vi una mujer en el camino que acompañaba con su vista a su pequeño conjunto de ovejas y cabras. Necesitaba consultarle si iba por buen camino, así que rumbee con el horizonte clavado en aquella pastora. Al acercarme comprendí que ella hablaba aymara y yo ni un poco, la saludé levantando la mano, e intente explicarle que iba para la frontera. A través del lenguaje de las señas, me marcó con su dedo mi destino; mientras su perro me chumbaba, supongo, queriendo proteger a su dueña y su rebaño. 
Luego de dos horas y media de caminata mis ojos vislumbraron al pueblo que suponía era Wirupaya. Estaba llegando a la frontera.
Una pared que decía el nombre del lugar y que indicaba “ciudad fronteriza” era lo único que hacía saber que estaba en el límite entre Bolivia y Perú. No había nadie de migraciones, ni policía, ni gendarmería. Lo único que uno observaba eran algunos camiones que contrabandeaban gasolina, cigarrillos, animales, coca, y bolsas arpilleras que no se qué llevarían. De un lado y de otro había camiones o colectivos que esperaban que llegue su cargamento.
Fui a charlar con un camionero para ver si me podía llevar. Esta vez, no me pondría muy firme a la hora de negociar; para suerte mía me pidió 15 bolivianos. El chofer que me llevaría estaba esperando que llegue otro camión de gallinas desde La Paz, que debería arribar a las 9:00 hs. El tipo estaba un poco inquieto, ya que no venía el camión esperado y no había señal de celular para averiguar qué había sucedido. Esperaríamos una hora y si no llegaba nos iríamos sin cargamento, y para el señor camionero sería una partida sin posibilidad de hacer negocios en Juliaca, Perú. Mientras esperábamos compartimos unas mandarinas y unos huaynos que escuchábamos desde la radio. Pasó la hora y el chofer decidió que era hora de partir. Estábamos dejando atrás un pueblo casi fantasma, que sólo vive del contrabando, cuando de repente escuché unas bocinas a lo lejos. Miramos hacia atrás, e identificó el señor al camión con su cargamento. Pusimos marcha atrás, en busca de las gallinas. La cara se le iluminó de la alegría y juntos fuimos a subir las gallinas al camión. Entre varios fuimos subiendo los cajones con gallinas para hacer más rápido. Era hora de partir hacia Conima…

viernes, 3 de junio de 2011

ORIGINALIDAD EN LAS CULTURAS: AGUAS TERMALES, MEDICINA, TEJIDOS Y MUSICA EN CHARAZANI


El viento que todo empuja golpea las ventanas de la habitación, el sol se cuela por un equina e ilumina el pequeño cuarto gris. Tapado con más de una frazada encima, prendo la radio intentando sintonizar algún noticiero para saber la hora. Sólo encuentro un locutor que habla en quechua. No sé qué hora es, si son las seis o las diez de la mañana.
Muy lentamente voy dándole arranque al cuerpo hasta terminar en el baño cepillándome los dientes y echándome agua en la cara para sacar algunas lagañas.  
Tenía la intención de trasladarme a Charazani y volver a la noche. Al día siguiente quería asistir a una feria campesina en un pueblo cercano a Escoma.
Me habían recomendado arrancar temprano; las 10 de la mañana ya era tarde para conseguir transporte. Terminé de dejar el hospedaje justamente a esa hora, sin tener conciencia del tiempo.
En una esquina del pueblo debía pasar el transporte para Charazani. Sentado en la vereda me puse a la espera junto a un abuelo que aguardaba la llegada de su nieto desde La Paz. Pasaron un par de micros, pero tenían otro rumbo, se dirigían a Puerto Acosta. Seguía aguardando perdido en el tiempo, en un pueblo donde se podía escuchar el zumbido del wayra (viento). Me acerqué a un almacén para consultarle al señor almacenero si podía conseguir micro aún para Charazani. Me respondió que suba a la primera combi que pase, que me llevaría un pueblo donde quizás conseguiría otro transporte que me vaya acercando. Había micros que iban desde La Paz a Charazani y que no entraban en Escoma. Justo cuando estábamos hablando me indicó que me suba a la combi que estaba llegando. Alcancé a frenarla y sin asiento, entre bolsones, viajé con rumbo desconocido.
Personas de manos curtidas y caras morenas viajaban conmigo, en silencio, con la mirada fija en el horizonte. En el camino iban bajando y yo me preguntaba adónde quedarían sus casas; no se observaba ninguna desde mi corto horizonte, donde surcaban arroyos de agua cristalina en medio de pastizales de flores amarillas y cultivos de maíz y papa. Tenía ganas de bajarme con ellos y disfrutar de tocar el paisaje. Yo gozaba del arte de la naturaleza que pintaba una sonrisa en mi cara.
Llegué hasta un caserío donde la policía boliviana certificaba el paso de transportes. Era mi lugar para bajar y esperar un trasbordo. Solo, sin tener mucha idea de cómo seguir, fui a preguntar a la policía cómo continuar mi camino. Haciéndose los  graciosos comentaron que ya no pasarían micros, que debía aguardar un rato y que si no pasaba nada, debía regresar a Escoma. Yo confiaba igualmente que algún transporte me llevaría.
No había desayunado. Fui a comprarme una chocolatada y un pan casero a una tienda. Regresé al puesto de policía. Siendo viajero aprovechó la policía para hacer su interrogatorio: “¿De dónde sos? ¿Es de izquierda el gobierno de Argentina? ¿Cómo es  una mujer gobernando? ¿Qué opinas de Evo? ¿Porqué vas a Charazani?” Las preguntas no estaban orientadas a la búsqueda de nuevas visiones y aprendizajes, sino a manifestar a un “turista” cuál era su visión de la realidad. Con ironía entonces, pero posicionado fueron siendo respondidas las preguntas. La conversación se cortó cuando llegó mi micro que iba hasta las manos. Me subí para viajar de parado en el pasillo durante dos horas. Era el único pasajero “gaucho”. 
El micro iba subiendo al cielo y fueron apareciendo nubes que no dejaban ver el paisaje del Altiplano. Solo cuando el sol aparecía con fuerza se dejaba ver la sombra del micro sobre las pampas verdes, así como los corrales de piedra para las cabras, vicuñas y ovejas. Solo un par de cantones cruzamos en el camino: Pampa Blanca y Chajaya, son los nombres que recuerdo.
Me repreguntaba si algún día regresaré por estos caminos. No teniendo respuestas intenté guardar todo en mi memoria.
Luego de varias horas parado, vislumbré un cartel que decía “Bienvenido a Villa Charazani, asentamiento de la Nación Indígena Originaria Kallawaya”, a partir del cual había un largo camino en zig-zag hasta el pueblo.

Charazani es un valle situado a una altitud de 3250 metros sobre el nivel del mar. Está rodeado de cerros que mantienen guardadas historias de siglos, en de senderos que van hacia las diferentes comunidades. En Charazani se practica la medicina tradicional, que junto con las aguas termales y los rituales aymaras con koa (hierba para saumar y curar), son fuente de salud y sabiduría para los habitantes del lugar. Los tejidos de Charazani se caracterizan por la abundancia de colores y de diseños geométricos y figurativos. Predominan los colores carmím, el verde y el rosado de la cochinilla. Esta región es rica en música, se interpretan kantus, tuasillo, Qena Qenas, Chatres y muchos otros estilos tocados con instrumentos de viento.
Al llegar al pueblo pude palpar enseguida su cultura milenaria a través de la vestimenta. Los hombres con sus chuspas y chullos, las mujeres con sombreros, aguayos y polleras. Reconocía en este lugar su originalidad.
Sabiendo que volvería en el día me dirigí a la empresa de transporte local para saber el horario de la vuelta. Me anoticiaron que el último micro era ese que veía partir. O lo corría o me quedaba. Dudé unos segundos y decidí quedarme y después ver qué hacía.  Habían cambiado mis planes y no tenía mucha plata encima.
Tenía hambre y todo estaba cerrado. Encontré una tienda donde pude comprar queso, pan, ajíes y unas papas fritas. Un súper sandwich fue el almuerzo en el medio de la plaza. Comía y trataba de tomar conciencia que estaba muy lejos de todo, sin posibilidad de irme cuando yo quisiera. Miraba atento a una esquina que propiciaba de entrada de vehículos, pero no pasaba nada o no se marchaba en vehículo nadie del pueblo. Caía en la cuenta de que los movimientos de pueblo a pueblo son de mañana. Ya a la tarde nadie partía. Entonces, me dispuse a buscar hospedaje considerando que no iba a ser posible irme de Escoma.
Golpeaba puertas pero parecía que no había nadie en los hospedajes. Finalmente encontré respuesta en el Residencial Inti Wasi donde me cobraron 25 bolivianos. Con un lugar para pasar la noche, me fui a dar una vuelta. Traté de conseguir algo de música del lugar, pero encontré poco (y caro) para mi bolsillo. Busqué algún tejido, pero no encontré nada. Luego de dar un par de vueltas al pueblo, me topé con alguien que viajó conmigo en el micro y le pregunté qué podía hacer en Charazani. “¿Fuiste a las termas?” No, alcancé a decir. Era una buena oportunidad para bañarme y relajarme. Agregó el compadre que el agua termal del lugar, tiene propiedades curativas, ayuda a solucionar problemas de salud -como el reumatismo, artritis-, alivia dolores musculares y relaja los nervios. No se si vio en mí algún síntoma, pero siempre viene bien ser precavido y ayudar al cuerpo a estar bien consigo mismo.
El lugar de las aguas termales se llama Phuthiña. Recordé entonces una canción de kantus interpretada por Markasata que lleva el nombre “Agüita de Putina” y le agregué la letra tarareando: Agüita rica de Putiña, palomitay, si sabes por quién me quedo, ay, ay, ay, ay…”. No podía creer tanta casualidad. Mientras, bajaba por un sendero a las piletas cantando o diciendo “lalala”. 
Al llegar a las termas pagué una entrada simbólica de 5 bolivianos. Estaba contento y me zambullí en la pileta de aguas termales, ricas en minerales de soda, cal y magnesio. Pasé toda la tarde con unos mates al costado de la pileta nadando de borde a borde haciendo la del tiburón, la de la rana, la plancha, cualquier estilo venía bien. No estaba solo en la pileta. Chicos, jóvenes, adultos, mayores. Cada uno en su mundo, relajándose, y otros mimándose en una esquina sin importarles el qué dirán.
Aproveché todo lo que pude la pileta, hasta que los dedos de la mano ya estaban demasiado arrugados. Sabía que me tumbarían un poco las aguas termales y accedí a darme una ducha antes de irme. No tenía toalla, por lo que medio empapado fui a la plaza central para ver qué movimientos había.
Tranquila la plaza, se fue poblando de un par de cocineras que vendían sus platos. En Charazani la luz y la oscuridad marcan el inicio y el cierre de la jornada. La dualidad día-noche implicaba que era la hora de cenar. Por seis bolivianos comí un guiso de fideos de los más ricos que he disfrutado. De postre me tomé un api (bebida típica del altiplano andino) con un buñuelo.
No era tarde pero no había mucho que hacer. Para estirar la tarde/noche me compré una cervecita y volví a poner la vista en la esquina por donde entraban y salían vehículos. Por lo que pude observar, a esa hora ya nadie salía.
Me fui a leer hasta que el cansancio se apoderada de mi. Casi termino el libro “El Ocaso de Orión”, ya que no tenía sueño. Pero decidí hacer una pausa y cerrar los ojos hasta el otro día. Los ojos se abrieron en medio de esa temprana noche. Alguien llamaba a la puerta de mi habitación. No sabía qué hacer. Esperé a que vuelvan a tocar. Y así lo hicieron. Me puse los pantalones y fui a preguntar detrás de la puerta quién era. No entendía. Abrí la puerta para ver qué pasaba. Seguía sin entender lo que me decía, ya que hablaba en quechua o aymara, no sé. El lenguaje de las señas y cierta voluntad compartida hicieron comprender que el hombre buscaba al dueño del alojamiento. Que yo no era el dueño, que la puerta del dueño era otra y que me pedía disculpas. Luego de ese entretiempo en el sueño volví a dormir.
Mañana de sol, y con la esperanza de poder volver a la Feria Campesina, puse un pie fuera de la cama para irme. Calculaba que la vuelta duraría entre dos y tres horas de viaje. El micro saldría a las 9 de la mañana pero se fue retrasando, ya que no arrancaría hasta llenarse. Mientras tanto me compré un yogurt en sachet y unas galletitas para desayunar. Finalmente el micro se completó y antes de partir le pregunté al chofer si sabía algo sobre la Feria Campesina. Me dijo que sí, que me avisaría dónde bajar. Yo no tenía muchas referencias de lo que era la feria; quería ver si encontraba tejidos, sombreros, instrumentos o alimentos. Luego de dos horas de viaje llegamos a un lugar donde había una feria, que podía ver desde la ventana. Me parecía demasiado chica. No sabía si era esa, pero no parecía gran cosa, por lo que dije al chofer que no bajaría.
Llegó el micro a Escoma al medio día. Era miércoles y ese día había transporte desde Puerto Acosta hasta la frontera con Perú, ya que había feria en dicho lugar. Debía apurarme si quería cruzar la frontera. Fui a buscar mi mochila al hospedaje, que debí pagar aunque no dormí allí, y me fui a esperar el transporte hacia Puerto Acosta. No tuve que hacer mucho tiempo de parado porque apareció un minibús donde nos subimos varios abuelitos y yo. Todos rumbo a la localidad boliviana de Puerto Acosta.

sábado, 14 de mayo de 2011

TIERRA AYMARA: DESCUBRIENDO MI IDENTIDAD DESDE EL OTRO

Silencio, un gallo canta. Silencio, un gallo anuncia un nuevo amanecer. Silencio, alguien se levanta. Comienza la semana: persianas que se suben, olor a frito, acarreo de bolsones y cajones. Se abre el Mercado Campesino. Voces y más voces que resuenan en el silencio.
Mañana gris en el pueblo de Sorata con nubes bajas que se dejan alcanzar con la mano acariciándolas con ternura.
Luego del silencio y torbellino de los sueños, en el alojamiento comienzan los viajeros a reencontrarse con sus botezos, desperezándose, gimiendo al intentar hacer crujir sus huesos. Rutinas de la mañana: ordenar la mochila, calentar la pava para el mate, cepillarse los dientes, cumplir religiosamente la cuota de producción orgánica.
Yo era uno más de los que daba señales de vida, preguntándome: ¿Qué hago yo? ¿Dónde voy? ¿Vuelvo a la Paz? ¿A dónde quiero ir? Demasiadas preguntas que uno se hace, ya sabiendo la respuesta, pero buscando seguridad en ella a través de la repregunta profunda y sincera. 
Me atraía el sonido de un pueblo llamado Italaque. Este lugar tenía para mi nombre de música andina. Italaque es un ritmo y una danza que utiliza el siku como instrumento musical. Pensaba yo que el viento andino sopla música en Italaque y que podría encontrar melodías arrancadas de los pulmones de un sikuri en aquel pueblo.
Quería encontrarme con historias, culturas, con personas que me puedan contar a través de sus cañas la forma de convivencia de las comunidades.  
Decidí que los llamados del corazón, abrieran el camino. Sólo es cuestión de acudir al deseo.
No encontraba referencias de cómo ir, de cómo era, de qué habría allí. Sabía que estaba en la provincia de Camacho, departamento de La Paz. Comencé entonces la travesura con una dirección pero sin mapa. Rumbo al altiplano boliviano había varios pueblos de comunidades aymaras por los cuales quería atravesar. 

Una primera parada sería Warisata. Para emprender dicho viaje me tomé una combi desde Sorata que me dejó en la puerta de la Escuela Ayllu Warisata. Quería aprender de la pedagogía del adobe.
Warisata es la historia de una experiencia pedagógica-social que nació en el año 1931 a partir de Elizardo Perez y Avelino Siñani, un funcionario de educación del gobierno boliviano y un representante de la comunidad de Warisata respectivamente. Ellos pusieron el primer ladrillo, pero quien organizó y fue el gran educador de la escuela fue… toda la comunidad de Warisata, ya que aportó la mano de obra, las ideas y los proyectos. Se llamaba Escuela Ayllu, y no era simplemente una escuela rural “para” indígenas, porque se trataba de una escuela “de” los indígenas. La misma estaba organizada bajo el concepto de vida comunitaria andina, siendo un consejo de sabios-maestros quien administraba la escuela.
Una serie de principios guiaban y estructuraban a Warisata: libertad, solidaridad y reciprocidad, producción, revalorización de la identidad cultural y comunitaria.
La escuela contaba con cinco niveles, desde pre-escolar hasta enseñanza media. La educación se realizaba en forma bilingüe (aymara-español) por una parte, a través de talleres que buscaban tanto producir aquello necesario para sustentarse (alimentos, viviendas, herramientas) como así también para vender o intercambiar en trueque con las comunidades aledañas. Había talleres de carpintería, mecánica, tejido, alfarería, zapatería, refinería de azúcar y cacao, entre otros. Junto a los talleres existía una sección agropecuaria donde educadores y educandos, junto a la ayuda y conocimientos de otros miembros de la comunidad, cultivaban especies autóctonas y criaban alpacas y otros animales domésticos. Además, allí se escuchaban programas de radio y se veía cine en quechua, aymara y castellano.
Como la escuela era la comunidad, desde la misma existía la preocupación de  irradiar su influencia y labor a todos sus pobladores, realizando eventos deportivos, actividades artísticas como teatro, danza y cine, conferencias de divulgación cultural, etc.
Pero como la escuela estaba educando al “indio” antes objeto de explotación, y como estaba revalorizando su cultura y haciéndolo consciente de su valor y de sus derechos, pronto desató no sólo la ira y el ataque de los hacendados cercanos -que veían como cada día más indígenas que solían estar bajo su subordinación se educaban y liberaban-, sino también de los sectores conservadores del país que la acusaron de estar provocando el enfrentamiento y la sublevación indígena.
Las convulsiones políticas y la constante presión de la oligarquía terminaron por lograr la desaparición de la Escuela de Warisata mediante la persecución y expulsión de Pérez, Siñani y otros docentes en 1940. Fue la desaparición del modelo que habían creado exitosamente, ya que la escuela siguió existiendo pero en la modalidad de una escuela rural tradicional.
Desde la puerta de la Escuela Ayllu, ya en el año 2011, meditaba y pensaba cómo es que uno -por ignorante o sabio- piensa que la madre de todas las zonceras (Civilización y barbarie), sigue tan vigente en la actualidad. Lo propio, los nuestros, lo que nace de nuestra tierra, es lo bárbaro, y lo ajeno, lo importado, lo que nace en el extranjero, es lo civilizado. Mirar adentro, encontrarnos con nuestras raíces, con nuestra historia, dialogar con nuestros amautas. Afirmarse/nos en nuestra identidad Indo-Americana, es el camino.
Ojalá que este breve relato de Warisata, ayude a despertar la curiosidad de conocer esta experiencia utópica vivida en nuestra tierra morena americana. Una historia de ayer, pero también una historia posible de hoy y de mañana.
Pude comprar en Warisata un libro para seguir aprendiendo de aquella vivencia y si alguien lo desea puedo compartirlo.
A poco de Warisata está Acharachi. Debía hacer parada en esa ciudad de los Ponchos Rojos para cambiar de ruta e ir hacia Escoma, punto para adentrarme en zona altiplánica. 
Era mediodía y picaba el bagre, encontré otro pescadito con muchas escamas que lo reemplazó, muy rico igual. Mientras comía hacia espera de un minibús que me llevará quién sabe a dónde, pero con rumbo a Escoma. Había varias personas que esperaban al igual que yo. Todos hombres y mujeres campesinos, mayores en edad. Les pregunté para dónde iban y no pude entender lo que me respondían. Me contestaron en aymara, creo yo. Llegó un minibús, y todos corrimos para ver si nos llevaba. Nos estábamos acercando para preguntarle, y dio arranque. No se por qué no nos llevó. A la hora pasó otro vehículo, y fuimos todos derechito a subirnos. Violentamente, a los empujones, cada uno fue metiéndose como podía. Queriendo ser respetuoso, esperé a que se acomodaran mis compañeros de parada para luego subir. Pero ya no había lugar para mí. Tuve una mezcla sensaciones. Las preguntas siendo las cuatro de la tarde eran: ¿Vendrá otro? ¿Frenará? ¿Tendré Lugar? Los transeúntes no me deseaban mucha suerte. Decidí esperar, y de última dormiría en Acharachi. No debí esperar mucho más y apareció una combi que me llevaría a Escoma.
Los pasajeros algo sorprendidos me preguntaban para dónde iba. Y yo mucho no sabía qué responder, porque no conocía la zona. Les decía “Escoma”. “Y ¿para qué?” me contestaban. “¡Quiero ir a Italaque!” “¿A qué?, no hay nada”. No me desanimarían.
En el trayecto iba admirando un paisaje inolvidable de pequeños pueblitos que se recostaban sobre el lago Titikaka, o que tenían detrás de un cerro aquel cielo azul  sobre la tierra. Pasé por Ancoraimes, Chaguaya, Puerto Carabuco, hasta llegar a Escoma.
Muchísimo frío al llegar, con vientos que se oían ante tanto silencio en el pueblo. Una plaza grande con poco verde y mucho cemento. No había muchos lugares para alojarse. Un señor me recomendó un sitio a dos cuadras de la plaza cercano a un taller mecánico. Al aproximarme al sitio, justamente pregunté al mecánico dónde había lugar para hacer noche y contestó: aquí es, yo soy el dueño. Una puertita era la entrada una casa/departamento con varias piezas, algunas habitadas en forma permanente en la parte inferior y otras en un primer piso. Todas las demás, para quienes hacían alguna parada en Escoma. Yo era la única persona alojada transitoriamente. Una piecita de dos x dos me ofreció, con baño afuera. Pagué casi nada, 8 bolivianos que serán casi unos dos pesos argentinos. Nunca entendí el precio, pero no pregunté. Muchas frazadas había sobre la cama. Estaba algo cansado, prendí la radio en la que sólo se escuchaba un locutor que hablaba en aymara y me recosté para probar la cama. De repente la noche llegó apresurada, y las estrellas dieron luz al pueblo. Salí a la calle buscando algún lugar para comer. Todo cerrado, sin gente a la vista. Llegaba a sentir al silencio como compañía. El sigilo se hacía parte de este pueblo. Sentía que de repente el viento se hacía música, y empezaba a escuchar el sicus. No sabía si mi imaginación y mis deseos me estaban jugando una chanza, pero una melodía iba viajando en mis oídos. Paso a paso, me fui alejando de la plaza central buscando un sonido que se perdía y volvía. Caminé en la oscuridad hasta que logré ver a cuadro jóvenes que sikureaban en un terreno baldío con un bombo. Eso es lo que venía a buscar a esta región de Bolivia. Gratificante fue el encuentro que terminó en una tocada conjunta de algunos temas: Yawar Malku, Poncho Negro, y otros temas que desconocía el nombre. El miedo a no terminar encontrando lugar para comer me llevó a despedirme, y a quedar de volver a encontrarnos el miércoles en un nuevo ensayo, pero algo más temprano.
Encontré un negocio con un cartel que decía cena, golpeé la puerta y entré. Un modesto local con un amable señor me ofreció el menú: Primero Sopa de Sémola y Segundo Saice (mi comida favorita). Mientras esperaba la comida, charlamos harto sobre la realidad de Bolivia y Argentina. Aparecieron historias de migraciones, parientes que se fueron a probar suerte a Argentina, encuentros y desencuentros con familiares. Él estaba queriendo ponerse en contacto con sus parientes que vivían en Avellaneda, pero el teléfono que tenía de referencia le daba siempre equivocado. Le pedí los datos que tenía y los fue a buscar, pero en ese momento no encontró la dirección ni los teléfonos de referencia. Le dejé mi teléfono y mi correo electrónico para ver si cuando tuviera esa información desde Buenos Aires le podría dar una mano. Estuve contándole sobre mi búsqueda de música andina, instrumentos o ropa típica por esta zona de Bolivia. Me recomendó que vaya a Charazani, ya que en Italaque si no hay una festividad estaría prácticamente vacía y no encontraría nada de lo que busco. Cuando le conté de mis inquietudes fue a buscar un dvd portátil y la tele, y me compartió un Cd de Jhacha Sicuris “San Miguel de Italaque”. Era su único cliente, halagado, bien servido y atendido. Como buen comensal le era recompensada su actitud. La estaba pasando muy bien, sintiendo que estaba encontrando lo que venía a buscar.
Ya bien entrada la noche, por estos pagos eran las 21:00 hs., un grupo de trabajadores de tendido eléctrico llegaron al lugar y se sorprendieron al escuchar música andina, sentían que se reencontraban con sus pueblos, con el sonido que escuchaban desde chiquitos y quedaba grabada en su memoria auditiva. Le preguntaron al dueño del lugar qué le quedaba de comer y sobre la música que sonaba. La mesa se amplió y yo estaba cada vez más feliz. Ahora la comida fue acompañada con la compra que hice de un vino, lo cual hizo que me quedara un rato más.
Lleno de alegría y bien comido, estaba listo para ir a dormir. Antes de despedirme el dueño del lugar, me regaló el CD de San Miguel de Italaque. Intenté querer  pagárselo pero no aceptó, le dije entonces que era por la comida, una propina. Nos dimos un abrazo y quedamos en volver a vernos cuando regresara de Charazani.
Iba a ir a la Villa de Charazani, no podía encontrar referencias positivas de Italaque, y nadie me podía indicar cómo llegar. Tenía nuevo destino.
La noche fría fue cubierta por varias frazadas y un sueño contenedor.

viernes, 25 de marzo de 2011

BUSCANDO EL DESTINO EN SORATA

…Es difícil caminar con piedras, y yo sentía un peso enorme sobre los hombros. Creí que lo mejor era hacerlas rodar. Moverme, no quedarme en la Paz era la solución que encontré momentáneamente para pasar el bajón que tenía. Una trompada fue el golpe, que fue contestado con una cachetada en la otra mejilla para salir del estado de desánimo.
Un giro extraño me llevó hasta la zona del cementerio para buscar un minibús que se dirija a Sorata.
Sorata es una localidad que está a 150 km de la Paz, a más de 2000 metros de altura. Está ubicada sobre un valle fértil para el cultivo que se nutre de una tierra laboriosa y ríos cristalinos, recubierto de bosques húmedos, al pie del apu (dios de la montaña) Illampu de barbas blancas.
Llegué a un pueblo de origen prehispánico, de arquitectura colonial, que tiene en su historia el levantamiento y la toma de la ciudad por parte de los indígenas en tiempos en que Tupac Amaru se alzó con su pueblo contra los españoles. Fue su sobrino Andrés Tupac Amaru y Pedro Vilca Apaza, junto a 20.000 insurgentes quienes se congregaron para dar batalla a los realistas logrando su objetivo.
Una plaza céntrica con muchas palmeras, rodeada de una prolija hilera de arbustos, fue el lugar de parada del minibús. El día me decía buenas noches, dando la bienvenida a la luna y las estrellas. 






Bordeé la plaza en busca de un lugar donde poder dormir. Bonitos lugares encontré, sin poder hallar el precio que se ajustara a mi vida de viajero. Me topé con un argentino que tenía marcado en su cuerpo el azul y oro Xeneize, para preguntarle por dónde estaba parando y el precio del lugar. Fue así que bajando por una callecita que se hacía cada vez más angosta llegué al Hostal Bar Casa Regaee.
Me encontré con un alojamiento copado por argentinos donde las identidades futboleras se descubrían por las casacas que cada uno llevaba: Boca, Vélez, Defensores de Belgrano y claro está del Club Atlético Huracán.
Fui a parar por falta de presupuesto a una nueva habitación sin camas donde uno puede tirar su bolsa de dormir.
El hostal tenía un bar y con la mirada aún perdida en no se dónde, me encontré con los tres chilenos con quienes compartí la noche anterior unos vinos y singani. Tuve la esperanza de que me cuenten si recordaban la cámara y los últimos momentos que usamos la misma, pensado que tal vez se la había entregado a alguien. La respuesta fue negativa. No pudieron decirme algo que me diera una esperanza de reencontrarme con mi memoria y a través de ella con la cámara. De todos modos el reencuentro y estar con personas “conocidas” me ayudaron a distraer mi cabeza que estaba maquinando demasiado y sin respiro, repitiéndome a mi mismo que extrañaba mucho.
Estaba cayendo en la cuenta de cuan importantes son los vínculos que uno tiene. De esos que a uno lo sostienen y alimentan: la familia, los amigos, los compañeros de la vida, Sisa. Estaba haciendo un viaje en soledad, que no significa estar solo. La soledad tenía que ver con la incomunicación para poder contar a otro lo que siento/pienso, de sentir que al otro día no vas a ver más a alguien y los caminos se bifurcan, de no saber cuando vas a volver a ver a quienes uno quiere, de que la quema y el barrio están lejos sin poder pisar la tierra que uno siente en el pecho. En el viaje sólo me acompaña la soledad fría y triste. Ella sólo es bonita cuando tenés con quién compartirla y encontrar el calor de las manos del otro.
Caminando sólo, me reencontré conmigo en todas sus versiones: Mono, Wen, Wenceslao, Gorila, Monito. Me di cuenta de toda la luz que tenía a mí alrededor. Todas  las lindas personas que me quieren, que quiero, que nos queremos. Estaba dándome cuenta de cuánto los necesito a ustedes. Y al mismo tiempo, de la necesidad de hacer algo para que no haya gente que esté en soledad. De cuántos corazones rotos hay en las esquinas olvidadas de nuestra Patria. Personas a quienes tratamos con indiferencia, incapaces de sentir el frío de su cuerpo y darles un poquitito de calor, con miedo a decir Hola, cómo está, necesita algo, en qué lo puedo ayudar. Qué será que nos pueden decir que nos aterra tanto…
Quise acostarme pero tantas cosas que estaban pasando dentro mío me hacían no entrar en sueño. ¿Para qué dormir si uno no está dispuesto a ello? Caminando hacia la plaza, busqué un teléfono y pude hablar con mi familia. Una gran paz estaba encontrando mi corazón. Aquellas voces que sólo hablan con el amor más puro, eran las palabras que necesitaba para volver a seguir caminando sintiendo el viento sobre mi cara.
Bocanada de aire para abrir el apetito. Una cena con primer plato de sopa y segundo de falso conejo. En el comedor elegido había una guitarreada de gente del lugar. Clásico tras clásico -con voces femeninas acompañando- había una paceña brindando por aquella música del cancionero popular. La música alegraba el ritual de la comida y entre bocado y bocado se me disparaba una sonrisa.
Fue un día difícil para seguir de pie tratando de batallar ideas. En el medio del quilombo de argentinos del hostal, pude finalmente descansar.
La puerta de la habitación se abría y cerraba por mochileros que se iban de aquel cuarto, dejando pasar la luz del día. Así me fui despertando de un sueño que no quería que terminara, sobre dos animales que se amaban. El sueño terminó cuando alguien me decía “Ven a mi casa suburbana” y yo respondía “Sin tus caricias, nena, ¿qué va a ser de mí?”
Con una sonrisa amanecía, cantando el rock and roll del país y suspirando recuerdos imborrables. Me fui a dar una ducha helada para luego tomar unos mates, rutina de ensayo de sicus y tarka y lectura mañanera.



Cuando el sol tocaba las doce del medio día, pasaron los chilenos a invitarme a comer al río San Cristóbal. Les pedí algo de tiempo para organizarme. Rearmé mi kit mañanero y fui a comprar un queso, pan y picante con 10 bolivianos en mano. Ya con todo lo necesario para disfrutar del río, fui a sandalear -caminar con las abarcas- pisando fuerte y dejando huella por un camino de 45 minutos de bajada.
Llegamos a un río de agua cristalina y caudalosa. Sobre sus márgenes marchamos contracorriente buscando algún salto o cascada. Los cuatro salmones fuimos río arriba para encontrar un lindo lugar donde poner en común la comida.
Parecía que la travesía iba a terminar rápido. Nos topamos con un alambrado que impedía el paso. Pues “a desalambrar” y seguir paso compañero/a. Queríamos alcanzar un lugar donde sentirnos mapuches (mapu=tierra – che=gente, gente de la tierra).
No fue el hombre el que nos detuvo sino la naturaleza. Pequeñas gotas, luego aguacero nos obligaron a refugiarnos en un árbol para hacer acampe y sacar la comida y un par de cervezas que llevaban los hermanos chilenos. Bien juntos para no mojarnos, compartimos el “Pan y el Vino”, celebrando la común-unión. Rituales sagrados siguieron cuando se abrió fuego a la mota, ante lo cual armé mi acullico.  
Pensábamos que la lluvia era pasajera, pero ella se instaló en el valle para no irse tan pronto como pensábamos. Era tiempo de retirada, el río subía y la lluvia caía cada vez más fuerte.
En la montaña, los caminos y sendas -por los que transitan cabras, ovejas y vacas y el silencio del campesino-, se convierten en ríos cuando cae una fuerte lluvia. Así es que fuimos subiendo al pueblo saltando sobre las piedras y otras veces caminando por debajo del agua. Hubo momentos en que las venas del río se hacían imposibles de cruzar, y sólo la solidaridad, el mano con mano, hacían que podamos atravesarlos sin el riesgo de darnos un golpazo y terminar empapados por el agua barro.
Por fin pudimos llegar a una zona donde la fuerza del agua no nos demostraba su poder. Ahora sólo había que seguir cuesta arriba. El agua nos demostró toda su fuerza pidiéndonos respeto  
Apenas llegué al hostal me cambié toda la ropa y me abrigué bien. En un mismo día me había bañado dos veces. Suerte de viajero.
Pensábamos con los amigos chilenos que nos íbamos a volver a cruzar, pero la lluvia hizo que cada uno se guarde en su respectivo alojamiento.
La noche de murmullos y música del Hostal Bar Casa Regaee me invitó a tomar una cerveza y comerme un sándwich de palta, queso, picante y papas fritas. Entre trago y trago, a mirar un mapa pensando en cómo seguir el viaje. No sabía si volver a La Paz  para visitar a mi amigo Wilson, y más luego cruzar a Perú por Desaguadero. Viendo además si alguien había devuelto la cámara en la Peña. Ir a la Paz tenía el riesgo de retomar aquel pensamiento de regresar a mi país. Seguía sensibilizado y quién sabe qué decisión podría haber tomado. Consideré que lo mejor era avanzar con el viaje, retroceder siempre podía hacerlo. Seguir adelante fue lo que decidí.
A la mañana temprano, comencé un viaje por fuera de los circuitos tradicionales turísticos: tierra adentro buscando el sonido de ráfagas de vientos y de truenos. Los pueblos de Warisata, Achacachi, Carabuco, Escoma, Charazani y Puerto Acosta serían mi destino…

martes, 15 de marzo de 2011

REVOLUCIONES EN LA PAZ

… Caían gotas gorditas sobre la ciudad de la Paz en una tarde de sábado que invitaba a dejarse tocar por el agua del cielo gris. Dulce agua sobre el cuerpo me hacia sentir vivo, parte de la vida.
Llegué a Villa Fátima desde Coroico. Tenía que trasladarme en combi o minibús a la Plaza Murillo en el corazón de la Paz y en el centro político del país. Esta plaza ha sido espacio de luchas y movilizaciones, y sobre sus márgenes se encuentra el Palacio Quemado donde se encuentra el ejecutivo y el Palacio Legislativo.
En la Plaza Murillo hasta la década del 50 del siglo pasado estaba prohibido que los indígenas ingresaran a la plaza. La alta sociedad blanca o mestiza manifestaba su descontento de la presencia de los y las originarios/as argumentando que dicha representación contrastaba con la modernidad que debía alcanzar Bolivia. Hoy la plaza muestra desde sus edificios banderas Whipalas que representan la unidad en la diversidad, y es un lugar de concentración de manifestaciones políticas-culturales donde marchan ponchos de todos los colores con rostros de indígenas aymaras, quechuas, guaraníes y mestizos.
Estas son las paradojas a contrapelo de quienes hacen de la muerte un trofeo y de quienes celebran la vida como un regalo de los dioses. Disputas de siglos, y esperanzas de resurrección.
Me bajé en Plaza Murillo apreciando su belleza arquitectónica y su diversidad de colores bajo un cielo chamuscado. Confiado en mi memoria de viajero y mi olfato de huellas pasadas, fui subiendo por las empinadas calles en busca del hospedaje El Carretero. En este lugar compartí anteriores encuentros de amistad y otros sentires. Mi brújula me llevó hasta la puerta del ahora gran Carretero que ha crecido horizontal y verticalmente. 

Amanecer de domingo, Gran Feria en el barrio del Alto. Antes unos mates mañaneros en una cocina de nacionalidades entrelazadas, compartiendo rutas de viaje y haciendo recomendaciones de dónde ir y dónde no. Con dos argentinas, decidimos terminar los mates y hacer viaje al Alto.
La Feria son cuadras y cuadras de todo tipo de objetos nuevos, usados, truchos y truchisimos, siempre acompañados por el olor a frito de las comidas, y las raspaditas de todos los gustos frutales. Esta feria funciona los días jueves y domingos.
En la Feria no compré mucho, pese a que se dice que estaba muy barato. Allí pude comprar un poncho de agua y un libro que me duró muy poco tiempo.
Resulta que en un momento de sorpresa, alguien me toca el hombro y me saludo con mucho afecto. Me costó darme cuenta que se trataba de Wilson. Adolescente ahora, era un pequeño niño de la villa 31 de Retiro en la ciudad de Buenos Aires que participaba con muchas ganas de un taller de sicus que realizaba con otro amigo. Él había regresado a Bolivia y estaba viviendo con sus abuelos. Me invitó a su casa a pasar unos días. Vivía cerca de Tiawanaco, alejada de la ciudad de la Paz. En ese momento, tenía la intensión de ir en unos días, pero al final agarré otra ruta de viaje. En la despedida, me salió regalarle el libro “Los fundadores del Alba” una obra de Renato Prada Oropeza, con una dedicatoria especial. Sentí en el encuentro lo cuanto valió para este chico el taller y sobre todo la música colectiva del sicus.
Con los pies cansados regresamos al Carretero para cocinarnos unos fideos con un vino tinto. Panza llena y calentita para cerrar los ojos y entrar al viaje de los sueños.
Comenzaba la semana en una ciudad que de Paz no tiene nada. Nada pacifica sino revolucionaria. Es una ciudad de una belleza irregular, imperfecta, desordenada. La Paz es un caos creativo, es la ciudad Big Bang, que todo el tiempo se transforma. Tal es así, que luego de tres veces de visitarla, me sigue atrayendo, invitándome a recorrerla y redescubrirla, encontrando lugares que no pude ver dentro de tanto caos.
La Paz fue un tiempo para hacer arreglos de la máquina de fotos, del mp4 y del celular. Ninguno se pudo solucionar. Todo lo que llevaba de electrónico se fue rompiendo en el camino. Fue así que estuve por varias casas de reparación buscando arreglos en vano.
La Paz fue un tiempo de museos. Pude visitar el museo "Museo de Instrumentos Musicales de Bolivia” bajo la dirección del folklorista boliviano Ernesto Cavour. El museo cuenta con más de 10.000 instrumentos, desde los precolombinos, republicanos, contemporáneos, etc. hasta una gran variedad de instrumentos musicales análogos, traídos por el director de muchas partes del mundo. Fue una hermosa visita, donde me quede con las ganas de comprar un libro de instrumentos musicales de Bolivia del mismo Cavour. Si alguien va, me lo trae porfa. Estaba bien bueno y barato. Otro lugar que fui es el “Museo de la Coca” donde uno recorre la historia de esta planta milenaria desde su excisencia hasta la actualidad, mostrando su uso diario por el campesino, sus creencias y las ceremonias donde su utiliza como ofrenda a la Pachamama. También uno puede leer la maldición que ha caído sobre el hombre blanco al colonizar al pueblo indígena y el castigo divino del veneno que puede producirse con la hoja de coca. Puedes irte del Museo con algunas golosinas en base a coca. El otro museo que he ido es el Museo de Textiles Andinos Bolivianos, en la zona de Miraflores de la ciudad de La Paz, el cual es el único centro en Bolivia dedicado al arte textil de los pueblos originarios de los Andes. Aquí las cosas están caritas.

La Paz fue un tiempo de compras inevitables en un mercado cada vez más lleno de manufacturas que de artesanías. La Gran Industria ha devoradora el arte y se expande destruyendo al taller y construyendo empresas manufacturadas. La Máquina no piensa y se olvida de la historia, la cultura, el relato oral y las enseñanzas en la práctica. Si bien cada vez hay menos artesanos y por ende menos artesanías, buscando y buscando uno puede encontrar objetos transformados por el ser humano. Las calles de Murillo, Illampu, Linares, Sagarraga, Tarija fueron caminadas horas y horas por mí, buscando aquello que me sorprendiera. No tenía una lista larga o sí?: ponchos, instrumentos de música, libros, chullos, chuspas, chompas, música. La lista finalmente incluyó dos ponchos, un sicus, un sweater, unas medias, una bufanda y varios libros. En algún momento voy a poner mi empresa de artesanías bolivianas en Buenos Aires, y voy a traerme de todo. Se buscan socios. Están avisados.
Luego de haber comprado algunas cositas, me di cuenta que la mochila estaba demasiado cargada y ya no entraban las cosas. Me decidí por una encomienda para Buenos Aires. El camino va a ser largo todavía, y supongo que voy a ir llenando la mochila de nuevos objetos.
Empezaba a despedirme de la Paz, reteniendo en mis ojos el majestuoso Illimani, donde pude apreciar su pico nevado. Y como el sol ese día ya estaba a punto de ocultarse detrás del Altiplano, el Illimani se había teñido de rosado, ruborizado de su propia belleza. Era de noche ya y las luces del Alto acompañaban como estrellas al Valle donde está situada Nuestra Señora de la Paz.
Antes de irme, quería ir a la Peña Gota de Agua. Era temprano, y aún no iba entrar. Me fui a comprar un ispi que es un pescado frito que se come entero, similar a los cornalitos, que se acompaña con choclo, chuñio y papitas. Un vinito era ideal para calentarme y acompañar el pescado. Estaba comiendo a un costado de la Peña, y de caradura pregunté si podía entrar con la comida y la bebida. Tuve la suerte que me dijeron que sí. Apenas entre me acerqué a unos chilenos y empezamos a compartir los primeros vinos. La alegría que tenía, sumado a la bebida, me puso muy contento. Tal es así que con entusiasmo estuve  charlando 10 minutos pensando que eran estudiantes de Teología, cosa que era incorrecta por que estudiaban Geología. No se como pudimos mantener una conversación así. Dios-Tierra-Humanos alguna trilogía ahí. Luego de los vinos, pedimos jarras de singani con jugo. Este manjar de las bebidas blancas, es el licor nacional de Bolivia y tiene una graduación alcohólica de 58%. Con tanta euforia contenida, me acerqué al grupo de música andina que iba a tocar más tarde. Buena amistad pegamos y me pasaran un sicu y una tarka con las cuales acompañe al grupo durante buena parte de las entradas que realizaron en la peña. Era una noche con mucho movimiento. Hasta me puse a bailar, y otras cosas más. En las noches de juerga llega un momento donde a veces uno toma algo de conciencia, y dice “No puedo más, me voy”, algo habitual en mi. Mareado intenté caminar para el alojamiento, pero vi que no pude. Tomé un taxi balbuceando a donde iba. El tipo no sabía donde iba, pero hicimos el esfuerzo de tratar de llegar. Nunca llegamos. En un momento me bajé y seguí caminando, no sabiendo por donde iba. Caminando y cayéndome continuamente trataba de avanzar. Mi equilibrio había perdido todo sentido. Por suerte, estaba tan contento que me divertía al caerme y sentir que mi cuerpo rodaba por las paredes de un barrio que no conocía. Me di cuenta que así no iba a llegar a ningún lado. Volví a tomarme un taxi, algo un poco mejor. Me acordé de una calle y el chofer hizo su esfuerzo por ubicar al Carretero. Finalmente, llegué y fui derecho y en picada hacia mi colchón que estaba tirado en esa pieza que tenía todos los olores mezclados, llenos de humedad.
Amanecí con mucha resaka, y con un mal presentimiento. En un momento, en el que pude recuperarme revisé mi bolso y ese mal augurio se transformó en una profunda tristeza. No tenía la cámara de fotos. Pensé que luego más tranquilo y un poco mejor en mi estabilidad y compostura, la iba encontrar, pero no fue así. No se que me pasó pero este hecho disparó en mi una profunda tristeza, que tenía que ver con que estaba extrañando mucho a mi vida en Buenos Aires. Mi familia, mis amigos, mi perra Sisa, mi casa, mi vida diaria con el trabajo, el fútbol, la música, los asados, las salidas, todo extrañaba. Me había separado de todo ello y se extrañaba. Uno a veces, encuentra en algún hecho fortuito, un canal para viabilizar sentimientos que estaban algo ocultos. Camine por la Paz, con la mirada perdido, sin destino, haciendo memoria de donde podía estar la cámara, pero que se confundía con el recuerdo de los afectos.
Me quería volver a Buenos Aires. Se había cumplido un mes y estaba contento con el viaje que estaba haciendo. No encontraba razón para seguir. Quise llamar a Buenos Aires a mi familia para poder canalizar mi angustia de sentirme lejos de mi Patria Chica y que la necesitaba. No encontré a nadie, sólo un maldito contestador que me decía que en este momento no podían atenderme y que deje un mensaje que será respondido a la brevedad. El silencio fue un gran compañero durante el viaje y de repente “le tengo rabia al silencio”. Muchas cosas sin compartir, sin hablar, guardadas sólo en mi corazón y mi mente, necesitaba contar todo lo lindo del viaje, los problemas, las experiencias auténticas y francas con las personas que me fui encontrando, las cosas tristes, las reflexiones. Había explotado.
Finalmente, decidí que lo mejor era irme rápido de la Paz. El destino Sorata…

sábado, 5 de marzo de 2011

YUNGAS DE BOLIVIA, LA TERCERA ES LA VENCIDA


Antes de iniciar la ruta hacia Coroico, decidí comer una comida caserita y cajellera de un puesto ambulatne como tantos otros en los que vengo degustado distintos menús. Unos ricos chorizos acompañados por arroz fueron la cena de las seis de la tarde.
Ya arriba del micro, el camino se presentó con varias vueltas de aquí para allá, en zigzag. El movimiento del micro como una lancha se trasladó a mi panza, que bailaba al ritmo del Van-Van. De repente empecé a sentir que el divertido bamboleo, empezaba a tener efectos colaterales. No voy a entrar en muchos detalles sobre lo sintomas por una cuestión de educación. Lo único que esperaba y deseaba con todas ansias era una parada técnica para resolver el inconveniente. Aguantaba y aguantaba, hasta que me di cuenta que si no paraba el micro la situación se iba a complicar. Desesperadamente busqué el papel higiénico en mi mochila, pero no lo encontraba. Aumenté en desesperación. Los segundos, adquirían una toma de conciencia sobre el valor del tiempo. Entonces, para no andar con vueltas y sumar segundos atiné a agarrar un par de hojas del cuaderno con notas de música de sikus y tarkas que llevo conmigo. Fue así que, con hojas duras en mano, me dispuse a cruzar el pasillo. En este dormían niños y niñas y se encontraban bultos de diversos tamaños y formas, pues me subí a los apoya brazos para cruzar. La carrera de obstáculos tuvo su fin en la cabina del chofer. Golpee una, dos, tres veces. Estaba exasperado, sufriente. No me contestaba. Hasta que golpee más fuerte. Me abrió la puerta y le pregunté cuando iba a hacer una parada, y me dijo “ya, ya”. Le dije yo palido “ya frena, que no puedo más”. Ni un segundo dudo, y freno. Yo salí sigilosamente y rápidamente despacio para la parte de atrás del coche. Llegó el momento de relajación. Esta situación de satisfacción, se puso tensa cuando empezaron a bajar los demás pasajeros y también iban para atrás del vehículo. Mi cara de desesperación por evitar que me vean, no me la puedo imaginar. La mejor respuesta que encontré decía “no me importo nada y seguí en lo tuyo”. Todos arriba, a seguir viaje.
Luego del traspié, todo fue dulces sueños.
Alrededor de las 10 de la mañana, llegó el micro a Yolosita donde me bajé para hacer trasbordo a Coroico. Esta ciudad ha sido declarada el primer municipio turístico de Bolivia. Se encuentra en la región de las Yungas. La región se caracteriza por tener un clima húmedo, con nieblas constantes y constantes precipitaciones, su paisaje es de verdes laderas donde se observan terrazas para el cultivo, este paisaje convive con precipicios, ríos y cascadas.


Era la tercera vez que llegaba a Coroico y esperaba que me sorprenda por sus maravillosos paisajes. Al llegar a la plaza del pueblo, lo que más me impresionó fue como había crecido la ciudad. Construcciones en altura, bares, almacenes, agencias de turismo, hospedajes de todos los precios, son el nuevo paisaje del pueblo que acompaña a su exuberante vegetación. 















Tenía la referencia del Residencial Coroico, y hacia ya me dirigí. 20 bolivianos era el precio y pedí por favor las llaves. Era una habitación compartida.
Fue un día de acomodamiento y de muchos encuentros. Por primera vez, me cruzaba con muchos argentinos subiendo o bajando del Cusco (inicio y destino final para muchos).
Mateadas, música y lectura me llevó el día hasta el anochecer cuando llegaba la hora de comer. Buscando lugar para cenar me encontré con un amigo laboral de Baires. La plaza iluminada con guitarreadas y vino, detrás de carteles que decían prohíbo beber, era el centro de reunión de todos los turistas y viajeros. Nosotros aceptamos las indicaciones del letrero y nos sentamos en un banco compartiendo solamente la palabra. Allí charlamos sbre las experiencias de nuestros primeros viajes por Bolivia. Nos reíamos de nosotros al ver como se repiten rituales, manera de pensar, de sentir, de búsquedas, preguntas y respuestas y de encontrar formas de vivir estos viajes por la juventud (los de 18 a 25 más o menos) sobre todo de argentina. La charla culminó con risas y abrazos, con la idea de volver a encontrarnos mañana para ir a Tocaña.
No quería irme a dormir sin comer. Todo cerrado, o el menú que aún sobraba: pollo a la broster. Sobre un puestito de hamburguesas clave mi olfato. Fue mi parada antes de dormir.



Al día siguiente, la mañana asomó con lluvia, que sólo invitaba a la mateada. El disco Radio AM de Raly Barrionuevo fue la compañía de todo el Residencial Coroico. Hasta que la lluvia no paró, no se me ocurrió mejor idea que leer y leer “La Mujer Habitada”. Cuando la lluvia paró no sabía qué hacer. Di vueltas y vueltas por el pueblo tratando de encontrar a mi amigo. Sin encontrarlo emprendí viaje al pueblo de Tocaña, con la idea de quedarme a dormir en el lugar.
Tocaña es una comunidad Abro-Boliviana conocida por la canción de los Kjarkas que se llama “Saya Morena”. Los africanos llegaron a las Yungas como esclavos, después de haber trabajado en las minas de Potosí, donde muchos murieron a causa del trabajo explotador, y el frio de la altura y los socavones. En el año 1952 fundaron su propia comunidad. Tenían su rey que ahora es su hermano el Rey Bonaficius II. Me impresionaba la historia y el hecho que de las dos veces que fui a Corioco con anterioridad nunca había ido a ese pueblo.



Para ir a Tocaña bajé a Yolocita en minibus y de ahí caminé unos 5 kilómetros por la carretera hasta un puente que debía ser cruzado por debajo. Un camino de subida indicaba el destiño de Tocaña. A penas inicié este camino, pasó un vehículo cuyo conductor me invitó a dar un aventón hasta Tocaña. Quien manejaba era un dirigente del pueblo de Polo Polo, a media hora de Tocaña. Conversamos amablemente durante la subida. Llegué a destino, me bajé y saludé al dirigente y su mujer, prometiéndoles visitarlos cuando vaya para Polo Polo. Cuando sali del vehículo, el conductor me hizo una señal con la mano que no comprendía. “¿Qué pasó?” Le pregunté. “7 bolivianos”, respondió. “¿Qué?”, le dije. Bueno el dialogó paso a discusión. No podía creer que me cobrara y mucho menos el precio. Me invitaban a llevarme y me querían cobrar. Si me hubieran dicho desde el inicio, no hubiera pagado, ya que andaba disfrutando del paisaje y no tenía problema de seguir caminando. Bueno la cosa es que se puso caliente la situación, más cuando intervino la mujer que desde la ventana del vehículo me gritaba “paga, paga”. No iba a pagar, y no lo hice. Finalmente, desistieron de seguir pidiéndome plata y se fueron.
Ya en lo que era Tocaña busqué el pueblo. Bueno resulta que sólo hay casas esparcidas por las laderas en la montaña, sin la plaza como centro de aquel. A poco de caminar por Tocaña, me di cuenta que no tenía mi mp4 en el bolsillo. “¿Dónde está? Si venía escuchando música por la carretera mientras caminaba hacia Tocaña” me preguntaba y me respondía. Y dije “No, lo dejé en el auto”. La puteada que me mandé. Tenía la rabia esperanzada de poder encontrar el auto y mucho más el mp4. Me disparé para el pueblo de Polo Polo, dejando atrás Tocaña.
Caminé y caminé con mucha velocidad, ya que la noche se apoderaba de las yungas y la luna marcaba ese destino. “¿Estará?, ¿Qué reacciones tendrán el dirigente y su mujer?” Me comía la cabeza con las distintas respuestas que creaba en mi mente. Casi llegando a Polo Polo, se encontraba el auto que estaba siendo lavado por sus dueños en un arroyito. Inicié un dialogó amable y le dije que creía que me había olvidado algo en su auto y quería saber si estaba. “Bueno, si te lo degastes, acá las cosas no se pierden” fue la respuesta. Ansioso me asomé por la ventanilla y allí estaba. Una satisfacción enorme sentí. Me despedí pero sin antes recibir el reproche de la mujer quien dijo ”Vez, eso te pasa por que no pagaste”. Bueno, no sé si esa fue la razón, lo dudo, ya que me pareció injusta la actitud de querer cobrarme.
Los planes de quedarme en Tocaña a dormir fueron desechos y emprendí viaje de regreso a Coroico desde Polo Polo. Un sendero entre medio de plantaciones de coca me llevó a la ruta hacia Coroico. Tuve la felicidad de encontrar un camino que me invitaba a reconocer un paisaje de un verde intenso, conociendo a la plata de coca de cerca.
Ya bien entrada la noche llegué a Coroico con ganas de cambiarme la ropa, bañarme y dormir. Al regresar al hotel donde había dejado mi mochila tuve una gran noticia. No iba poder alojarme. El motivo: la habitación compartida en la que estaba no podía ser ocupada sino no estaba completa. Mi compañero de habitación se había ido, y siendo las 10 de la noche no tenía alguien para reemplazarlo. El hostal no estaba lleno, pero dentro de la lógica económica del lugar, si yo ocupaba una habitación de dos camas, peligraba para la economía del hostal que lleguen justo dos pasajeros bien entrada la noche. Era algo poco probable que ello suceda, además sobraban habitaciones vacías.
Parecía un mal día. Me fui con bronca del hotel diciéndole que estaba escribiendo un diario de viaje recomendando alojamientos y que iba a decir que el Coroico Residencial iba a ser destacado por su mala atención. No sé si me entendieron pero me fui o mejor dicho me fueron.
Desesperado tenía que buscar hotel. Fui a uno, 25 bolivianos otro 30, otro 50. No encontraba lugar donde dormir, y cargaba mi mochila por las calles empinadas en subida y bajada. Finalmente, llegué a la plaza y fui directo a un alojamiento que estaba sobre ella con cara de cansado pidiendo que la habitación de 25 me la deje a 20. Argumentaban los mismos motivos para no dejármela a 20. Por lo tanto, aquellas personas que vayan solas a Coroico busquen pareja por lo menos de una noche para dormir más barato. Al final, pude convencer que no iban a llegar nuevos turistas, que había en el hotel habitaciones de sobra, que no tenía problema de compartir habitación, que sólo sería por un día y que mejor eran 20 bolivianos que nada. Mi batacazo de argumentaciones terminó convenciendo y/o cansando al administrador del hotel. Conseguí una cama.
Ya con cama y llave de la habitación me fui a la plaza nuevamente. Allí me encontré con tres chilenos que cantaban canciones de Violeta Parra, Victor Jara, los Quila, Inti, y otros artistas latinoamericanos. Desde el inicio pegamos una muy buena onda, nos entendimos rápidamente en gustos musicales y formas de pensar y vivir la vida. Terminó la guitarreada con “Compañero Presidente” de Ángel Parra y un bis de una décima de Violeta Parra registrada como “La denuncia”. Emocionantes temas.
Nos fuimos los cuatro a comer y seguir conversando sobre la realidad chilena, argentina, al fin y al cabo, sobre nuestra realidad latinoamericana. La charla se extendió hasta las 12 cuando vino la policía a decirnos, que no podíamos estar en las calles y que debíamos ir a nuestros hoteles. Nos adaptamos a las situaciones, con la idea de poder encontrarnos al día siguiente.
Un sol radiante coronaba el nuevo día en Coroico. Era un día especial para la ciudad, era la fiesta de Pepino. Este personaje es una persona que aparece en la previa del carnaval molestando, empujando, tirando agua a los pobladores del lugar, también turistas. Era tiempo del “Entierro” de Pepino que había hecho de las suyas por dos semanas. Esta fiesta simbólica fue precedida por las autoridades del municipio donde se habló de las actividades realizadas y por realizar por la gestión municipal, se dio entrega al Gobierno municipal de una pintura de Tupac Katari y Bartolina Sisa (ambos dirigentes indígenas que lucharon contra los españoles durante la guerra de liberación), y tocó un grupo de folklore boliviano. Fue muy grato compartir con el pueblo de Coroico esta festividad popular.
Terminó la fiesta y decidí que era momento para dejar Coroico y viajar hacia la Paz…