viernes, 3 de junio de 2011

ORIGINALIDAD EN LAS CULTURAS: AGUAS TERMALES, MEDICINA, TEJIDOS Y MUSICA EN CHARAZANI


El viento que todo empuja golpea las ventanas de la habitación, el sol se cuela por un equina e ilumina el pequeño cuarto gris. Tapado con más de una frazada encima, prendo la radio intentando sintonizar algún noticiero para saber la hora. Sólo encuentro un locutor que habla en quechua. No sé qué hora es, si son las seis o las diez de la mañana.
Muy lentamente voy dándole arranque al cuerpo hasta terminar en el baño cepillándome los dientes y echándome agua en la cara para sacar algunas lagañas.  
Tenía la intención de trasladarme a Charazani y volver a la noche. Al día siguiente quería asistir a una feria campesina en un pueblo cercano a Escoma.
Me habían recomendado arrancar temprano; las 10 de la mañana ya era tarde para conseguir transporte. Terminé de dejar el hospedaje justamente a esa hora, sin tener conciencia del tiempo.
En una esquina del pueblo debía pasar el transporte para Charazani. Sentado en la vereda me puse a la espera junto a un abuelo que aguardaba la llegada de su nieto desde La Paz. Pasaron un par de micros, pero tenían otro rumbo, se dirigían a Puerto Acosta. Seguía aguardando perdido en el tiempo, en un pueblo donde se podía escuchar el zumbido del wayra (viento). Me acerqué a un almacén para consultarle al señor almacenero si podía conseguir micro aún para Charazani. Me respondió que suba a la primera combi que pase, que me llevaría un pueblo donde quizás conseguiría otro transporte que me vaya acercando. Había micros que iban desde La Paz a Charazani y que no entraban en Escoma. Justo cuando estábamos hablando me indicó que me suba a la combi que estaba llegando. Alcancé a frenarla y sin asiento, entre bolsones, viajé con rumbo desconocido.
Personas de manos curtidas y caras morenas viajaban conmigo, en silencio, con la mirada fija en el horizonte. En el camino iban bajando y yo me preguntaba adónde quedarían sus casas; no se observaba ninguna desde mi corto horizonte, donde surcaban arroyos de agua cristalina en medio de pastizales de flores amarillas y cultivos de maíz y papa. Tenía ganas de bajarme con ellos y disfrutar de tocar el paisaje. Yo gozaba del arte de la naturaleza que pintaba una sonrisa en mi cara.
Llegué hasta un caserío donde la policía boliviana certificaba el paso de transportes. Era mi lugar para bajar y esperar un trasbordo. Solo, sin tener mucha idea de cómo seguir, fui a preguntar a la policía cómo continuar mi camino. Haciéndose los  graciosos comentaron que ya no pasarían micros, que debía aguardar un rato y que si no pasaba nada, debía regresar a Escoma. Yo confiaba igualmente que algún transporte me llevaría.
No había desayunado. Fui a comprarme una chocolatada y un pan casero a una tienda. Regresé al puesto de policía. Siendo viajero aprovechó la policía para hacer su interrogatorio: “¿De dónde sos? ¿Es de izquierda el gobierno de Argentina? ¿Cómo es  una mujer gobernando? ¿Qué opinas de Evo? ¿Porqué vas a Charazani?” Las preguntas no estaban orientadas a la búsqueda de nuevas visiones y aprendizajes, sino a manifestar a un “turista” cuál era su visión de la realidad. Con ironía entonces, pero posicionado fueron siendo respondidas las preguntas. La conversación se cortó cuando llegó mi micro que iba hasta las manos. Me subí para viajar de parado en el pasillo durante dos horas. Era el único pasajero “gaucho”. 
El micro iba subiendo al cielo y fueron apareciendo nubes que no dejaban ver el paisaje del Altiplano. Solo cuando el sol aparecía con fuerza se dejaba ver la sombra del micro sobre las pampas verdes, así como los corrales de piedra para las cabras, vicuñas y ovejas. Solo un par de cantones cruzamos en el camino: Pampa Blanca y Chajaya, son los nombres que recuerdo.
Me repreguntaba si algún día regresaré por estos caminos. No teniendo respuestas intenté guardar todo en mi memoria.
Luego de varias horas parado, vislumbré un cartel que decía “Bienvenido a Villa Charazani, asentamiento de la Nación Indígena Originaria Kallawaya”, a partir del cual había un largo camino en zig-zag hasta el pueblo.

Charazani es un valle situado a una altitud de 3250 metros sobre el nivel del mar. Está rodeado de cerros que mantienen guardadas historias de siglos, en de senderos que van hacia las diferentes comunidades. En Charazani se practica la medicina tradicional, que junto con las aguas termales y los rituales aymaras con koa (hierba para saumar y curar), son fuente de salud y sabiduría para los habitantes del lugar. Los tejidos de Charazani se caracterizan por la abundancia de colores y de diseños geométricos y figurativos. Predominan los colores carmím, el verde y el rosado de la cochinilla. Esta región es rica en música, se interpretan kantus, tuasillo, Qena Qenas, Chatres y muchos otros estilos tocados con instrumentos de viento.
Al llegar al pueblo pude palpar enseguida su cultura milenaria a través de la vestimenta. Los hombres con sus chuspas y chullos, las mujeres con sombreros, aguayos y polleras. Reconocía en este lugar su originalidad.
Sabiendo que volvería en el día me dirigí a la empresa de transporte local para saber el horario de la vuelta. Me anoticiaron que el último micro era ese que veía partir. O lo corría o me quedaba. Dudé unos segundos y decidí quedarme y después ver qué hacía.  Habían cambiado mis planes y no tenía mucha plata encima.
Tenía hambre y todo estaba cerrado. Encontré una tienda donde pude comprar queso, pan, ajíes y unas papas fritas. Un súper sandwich fue el almuerzo en el medio de la plaza. Comía y trataba de tomar conciencia que estaba muy lejos de todo, sin posibilidad de irme cuando yo quisiera. Miraba atento a una esquina que propiciaba de entrada de vehículos, pero no pasaba nada o no se marchaba en vehículo nadie del pueblo. Caía en la cuenta de que los movimientos de pueblo a pueblo son de mañana. Ya a la tarde nadie partía. Entonces, me dispuse a buscar hospedaje considerando que no iba a ser posible irme de Escoma.
Golpeaba puertas pero parecía que no había nadie en los hospedajes. Finalmente encontré respuesta en el Residencial Inti Wasi donde me cobraron 25 bolivianos. Con un lugar para pasar la noche, me fui a dar una vuelta. Traté de conseguir algo de música del lugar, pero encontré poco (y caro) para mi bolsillo. Busqué algún tejido, pero no encontré nada. Luego de dar un par de vueltas al pueblo, me topé con alguien que viajó conmigo en el micro y le pregunté qué podía hacer en Charazani. “¿Fuiste a las termas?” No, alcancé a decir. Era una buena oportunidad para bañarme y relajarme. Agregó el compadre que el agua termal del lugar, tiene propiedades curativas, ayuda a solucionar problemas de salud -como el reumatismo, artritis-, alivia dolores musculares y relaja los nervios. No se si vio en mí algún síntoma, pero siempre viene bien ser precavido y ayudar al cuerpo a estar bien consigo mismo.
El lugar de las aguas termales se llama Phuthiña. Recordé entonces una canción de kantus interpretada por Markasata que lleva el nombre “Agüita de Putina” y le agregué la letra tarareando: Agüita rica de Putiña, palomitay, si sabes por quién me quedo, ay, ay, ay, ay…”. No podía creer tanta casualidad. Mientras, bajaba por un sendero a las piletas cantando o diciendo “lalala”. 
Al llegar a las termas pagué una entrada simbólica de 5 bolivianos. Estaba contento y me zambullí en la pileta de aguas termales, ricas en minerales de soda, cal y magnesio. Pasé toda la tarde con unos mates al costado de la pileta nadando de borde a borde haciendo la del tiburón, la de la rana, la plancha, cualquier estilo venía bien. No estaba solo en la pileta. Chicos, jóvenes, adultos, mayores. Cada uno en su mundo, relajándose, y otros mimándose en una esquina sin importarles el qué dirán.
Aproveché todo lo que pude la pileta, hasta que los dedos de la mano ya estaban demasiado arrugados. Sabía que me tumbarían un poco las aguas termales y accedí a darme una ducha antes de irme. No tenía toalla, por lo que medio empapado fui a la plaza central para ver qué movimientos había.
Tranquila la plaza, se fue poblando de un par de cocineras que vendían sus platos. En Charazani la luz y la oscuridad marcan el inicio y el cierre de la jornada. La dualidad día-noche implicaba que era la hora de cenar. Por seis bolivianos comí un guiso de fideos de los más ricos que he disfrutado. De postre me tomé un api (bebida típica del altiplano andino) con un buñuelo.
No era tarde pero no había mucho que hacer. Para estirar la tarde/noche me compré una cervecita y volví a poner la vista en la esquina por donde entraban y salían vehículos. Por lo que pude observar, a esa hora ya nadie salía.
Me fui a leer hasta que el cansancio se apoderada de mi. Casi termino el libro “El Ocaso de Orión”, ya que no tenía sueño. Pero decidí hacer una pausa y cerrar los ojos hasta el otro día. Los ojos se abrieron en medio de esa temprana noche. Alguien llamaba a la puerta de mi habitación. No sabía qué hacer. Esperé a que vuelvan a tocar. Y así lo hicieron. Me puse los pantalones y fui a preguntar detrás de la puerta quién era. No entendía. Abrí la puerta para ver qué pasaba. Seguía sin entender lo que me decía, ya que hablaba en quechua o aymara, no sé. El lenguaje de las señas y cierta voluntad compartida hicieron comprender que el hombre buscaba al dueño del alojamiento. Que yo no era el dueño, que la puerta del dueño era otra y que me pedía disculpas. Luego de ese entretiempo en el sueño volví a dormir.
Mañana de sol, y con la esperanza de poder volver a la Feria Campesina, puse un pie fuera de la cama para irme. Calculaba que la vuelta duraría entre dos y tres horas de viaje. El micro saldría a las 9 de la mañana pero se fue retrasando, ya que no arrancaría hasta llenarse. Mientras tanto me compré un yogurt en sachet y unas galletitas para desayunar. Finalmente el micro se completó y antes de partir le pregunté al chofer si sabía algo sobre la Feria Campesina. Me dijo que sí, que me avisaría dónde bajar. Yo no tenía muchas referencias de lo que era la feria; quería ver si encontraba tejidos, sombreros, instrumentos o alimentos. Luego de dos horas de viaje llegamos a un lugar donde había una feria, que podía ver desde la ventana. Me parecía demasiado chica. No sabía si era esa, pero no parecía gran cosa, por lo que dije al chofer que no bajaría.
Llegó el micro a Escoma al medio día. Era miércoles y ese día había transporte desde Puerto Acosta hasta la frontera con Perú, ya que había feria en dicho lugar. Debía apurarme si quería cruzar la frontera. Fui a buscar mi mochila al hospedaje, que debí pagar aunque no dormí allí, y me fui a esperar el transporte hacia Puerto Acosta. No tuve que hacer mucho tiempo de parado porque apareció un minibús donde nos subimos varios abuelitos y yo. Todos rumbo a la localidad boliviana de Puerto Acosta.

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