Estaba ya cercano al punto y raya que separan a Bolivia y Perú, donde los límites puestos por los estados coloniales, nada tienen que ver con la geografía que se toca y se besa ardiente. Esta zona fronteriza, no cuenta con facilidades de transporte para ir y venir, cruzando a Perú por la provincia de Moho. Hay que aprovechar los días miércoles y sábados de feria cuando las fronteras que dividen y separan se transforman en espacios de encuentro y unión entre bolivianos y peruanos. En esos días ya no existen las fronteras, porque el contrabando hace olvidar los límites territoriales, convirtiendo a la zona en un gran mercado ambulatorio donde los precios de los productos bolivianos, hacen que afloren cantidades de comerciantes peruanos. Allí concurren grandes vehículos con todo tipo de productos para la venta e intercambio.
Justamente me encontraba en el día miércoles y los segundos corrían a contratiempo para poder cruzar la frontera. Había llegado pasado el mediodía a Escoma. Me estaba yendo ya para Puerto Acosta, pasando antes por un puesto de comida para ver qué me podía llevar para morfar en el camino. Encontré un gran choclito con granos blancos del tamaño de una arbeja para comer. En el mismo lugar, me topé con un hombre que estaba comiendo un rico pescado y trabajaba de remisero en Puerto Acosta. Me ofreció llevarme hasta la provincia de Moho por 250 bolivianos. No se si me habrá visto cara de perejil o turista europeo, seguro que sí de “gringo”. Prácticamente me le reí en la cara, con una gran carcajada haciéndole ver que boludo no “parecía”. Tal vez, aunque lo dudo, no era muy caro si uno piensa que no hay transporte, que el viaje sería directo y que en tres horas de auto, ya estaría del lado peruano. Sin embargo, no era tiempo para gastar tanta plata y sabía que podía viajar por mucho menos dinero. La carcajada hizo que me rebaje a 200. Parecía que la carcajada no había sido lo suficientemente irónica. Entonces, le ofrecí 70 bolivianos, esperando una respuesta positiva. Las cosas se dieron vuelta y el que se rió fue él, de “bolu” tampoco tenía nada. No pudimos llegar a un acuerdo, y me fui rápido a esperar el minibús para no atrasarme más. Para suerte mía el minibús pasó rápido y hacia Puerto Acosta partí.
Puerto Acosta está en la provincia de Camacho, y es su capital, situada a una altura de 4000 mtrs sobre el nivel del mar, ubicada en la parte norte del lago Titicaca y a 230 km de La Paz. En su bahía de Huaycho (nombre que llevaba el pueblo en tiempos incaicos) se ubicaba un antiguo puerto menor donde se comercializaban productos desde Perú hacia los pueblos del Altiplano Boliviano. Hoy, sólo se observan sus ruinas. Es una ciudad con una arquitectura propiamente colonial, con grandes casonas de dos plantas, una gran iglesia, una plaza central, una biblioteca popular donde funciona Internet gratuito para sus pobladores, una gran sede de la municipalidad, una radio local, una plaza comercial donde puede uno comer en las tiendas. Las familias se dedican principalmente a la alfarería y tejidos, también a la cría de ganado camélido y vacuno. La población depende de la agricultura para su existencia. El 80% trabaja en este sector, sobre todo en sus propios emprendimientos. Cultivan tubérculos (como papa y zanahoria) y pasto para el ganado. La agricultura se dificulta por la falta de agua, esto también genera migraciones hacia la ciudad. El 97% de la población es de origen aymara, y el idioma materno de la mayoría también es el Aymara. Casi la mitad de la población del lugar habla castellano.
Llegué a la capital de Camacho alrededor de las 15:00 hs. un poco desesperado por conseguir transporte hacia Perú. Antes de bajarme me putee un poco con el chofer, ya que me quiso cobrar de más. Por suerte, la gente local que viajaba conmigo le increpó que se quisiera hacer el vivo. Ya con la mochila al hombro, comencé a preguntar qué transporte tomarme para algún pueblo de Perú. Puntualmente, quería llegar a Conima. No había forma de encontrar una misma respuesta que me dé seguridad sobre hacia dónde dirigirme para conseguir transporte. Unos me decían que espere en tal camino; otros, en aquel otro; unos me planteaban que no había transporte, que ya se habían ido todos a la frontera; otros, que esperara que algo iba a pasar. Estaba demasiado perdido e impaciente, pero todavía había y tenía luz de esperanza, aunque necesitaba encontrar certezas en alguna respuesta.
Estaba ya muy confundido y desorientado. Fui a la Municipalidad a ver qué me decían: estaba cerrada pero había algunas personas. Un tipo de la municipalidad me ofreció llevarme en moto hasta la frontera, y que esperara sobre un camino de ruta a unos 500 metros del pueblo. Me fui a esperarlo pensando en sacar alguna buena tajada en el precio. Llegó el tipo y me pidió 20 bolivianos. Con la costumbre de bajar el precio le ofrecí 15. Tuvimos 20 minutos de negociación, que terminó en la nada, ya que le empezó a dar fiaca de llevarme, y mis pedidos de súplica ya no lo tentaban. Se me había ido una oportunidad.
Con la tranquilidad que me brindaba el lugar, me quedé al costado del camino, sentado sobre la mochila y sacando el choclito para acompañar y seguir dándole tiempo al tiempo para conseguir transporte.
Nubes con lluvia iban llegando y chaparrones discontinuos aparecían para besar la tierra. Entre gotas vi a lo lejos que me hacían señales desde un auto. Una distancia de 600 metros nos separaba, pero pude entender a través del lenguaje de las señas que me estaba ofreciendo llevarme. Rápidamente agarré mi mochila y la colgué sobre mi espalda. A paso rápido me dirigí hacia mi solución al transporte. Llegué, me subí ante la información de que iba a la frontera, y antes de que empiece la marcha le pregunté cuánto me cobraría. Me pidió 20 bolivianos, y volví a negociar y a preguntarle por qué ese precio. Intenté rebajarlo, poniéndome firme afirmando que si no bajaba el precio, me bajaría del auto. Y el tipo me dijo: “Bueno… bájate.” Me descoló la respuesta; sentía que me estaban ofreciendo un precio diferenciado en mi calidad de extranjero.
Desde que llegué a Puerto Acosta, me hacían notar mi condición de extranjería. Enojado, le increpaba “Por qué me quiere hacer pagar el doble. Sean Justos, Ama Suwa (no robar) dice su tradición.” Me bajé con un portazo.
Venía ya con dos negociaciones perdidas, y una sensación contradictoria de “malestar alegre” por mantener mis convicciones de no dejarme tratar como una persona de segunda.
Un poco encaprichado con que algo iba a conseguir, fui nuevamente a esperar que alguien pase y me lleve. Las condiciones climáticas y el tiempo del “tic tac” del reloj se estaban poniendo mal para mí. Los aguaceros de gotas finas, fueron ensanchándose hasta que me di cuenta que ya no era momento para seguir al costado del camino. Iba a hacer noche en Puerto Acosta y al día siguiente con mayor flexibilidad vería qué hacer con el transporte.
Un caserón con una señora mayor que lo administraba me dio la bienvenida para quedarme en Puerto Acosta. Me acogió por 10 bolivianos. Una vez que dejé la mochila sobre la cama y me abrigué para dar una recorrida por el pueblo, iba sintiendo en el cuerpo la buena vibra de estar contento por cómo se fueron dando las situaciones para que esa noche de cielo cerrado y gris, esté parando en aquél lugar alejado de todo.
Paso a paso, sin acelerar el andar fui recorriendo las calles de Puerto Acosta hasta que llegué hasta una plaza que servía de estacionamiento a camiones de gran porte. Allí había algunos locales de comida. Era hora de dar calor a la panza con un guisito y con una sopa de primero. Sentado en un localcito pedí el menú del día. Había en el lugar una tele chiquita donde se transmitía El Chavo del 8. Estas son de las series que uno siempre se engancha, que las ve una y otra vez y no se cansa. Tantas frases hemos emulado del Chavo: “Fue sin querer queriendo”, “Es que no me tienen paciencia”, “Eso, eso, eso, eso”, “Al cabo que ni quería”, “Bueno pero no se enoje”, “Se me chispoteó”, etc. En una mesa única y alargada, me sirvió la señora la comida. Tenía hambre, y metía cuchara tras cuchara.
Lleno y calentito, fui en busca de un almacén para darme un antojito y comprarme una chocolateada con galletitas para embucharme antes de ir a dormir.
Antes de dar por terminada la noche, me quedé escuchando una serie de programas del ciclo “Atrapados en Libertad” que transmiten en AM 530 www.atrapadosenradio.blogspot.com. Elegí ese día el Programa de Enrique Angelelli, Micaela Bastidas y Victor Jara. No podía sentirme mejor, luego de darme estos gustos.
A dormir se había dicho.
Ya de mañana me tomé unos mates para arrancar. Armé la mochila nuevamente, mientras resonaba la idea de irme caminando hasta la frontera. Había un trecho de dos a tres horas hasta un pueblo que se llamaba Wirupaya. Quizás podría empezar a andar y tuviera la suerte de que pasara algún transporte. Tomé la decisión de hacer esa travesía.
Los preparativos para la caminata incluyeron la compra de agua, un acullico de coca, y los audioculares que empezaron a sonar con la música de Victor Jara que me decía “Caminando, caminando, voy buscando libertar, ojala encuentre camino para seguir caminando.”
Fue un camino donde el aire se sentía en los pulmones, respirando hondo y profundo. Las hojas de coca ayudaban a que la cabeza y el corazón no latieran como bombo de italaque. La vista contemplaba un trayecto largo de subidas y bajadas, curvas y contra curvas que se escondían detrás de algún cerro, y que volvía aparecer con el trasfondo del lago Titikaka. A los costados del camino, la vida brota. En los cultivos, los animales del altiplano custodiados por los perros, en algún chico o señora que acompaña sus rebaños, en los arroyos que se cruzan y se dejan escuchar golpeando las piedras que encausan su viaje.
No sabía si iba por buen camino, ya que había algunos desvíos. A lo lejos vi una mujer en el camino que acompañaba con su vista a su pequeño conjunto de ovejas y cabras. Necesitaba consultarle si iba por buen camino, así que rumbee con el horizonte clavado en aquella pastora. Al acercarme comprendí que ella hablaba aymara y yo ni un poco, la saludé levantando la mano, e intente explicarle que iba para la frontera. A través del lenguaje de las señas, me marcó con su dedo mi destino; mientras su perro me chumbaba, supongo, queriendo proteger a su dueña y su rebaño.
Luego de dos horas y media de caminata mis ojos vislumbraron al pueblo que suponía era Wirupaya. Estaba llegando a la frontera.
Una pared que decía el nombre del lugar y que indicaba “ciudad fronteriza” era lo único que hacía saber que estaba en el límite entre Bolivia y Perú. No había nadie de migraciones, ni policía, ni gendarmería. Lo único que uno observaba eran algunos camiones que contrabandeaban gasolina, cigarrillos, animales, coca, y bolsas arpilleras que no se qué llevarían. De un lado y de otro había camiones o colectivos que esperaban que llegue su cargamento.
Fui a charlar con un camionero para ver si me podía llevar. Esta vez, no me pondría muy firme a la hora de negociar; para suerte mía me pidió 15 bolivianos. El chofer que me llevaría estaba esperando que llegue otro camión de gallinas desde La Paz, que debería arribar a las 9:00 hs. El tipo estaba un poco inquieto, ya que no venía el camión esperado y no había señal de celular para averiguar qué había sucedido. Esperaríamos una hora y si no llegaba nos iríamos sin cargamento, y para el señor camionero sería una partida sin posibilidad de hacer negocios en Juliaca, Perú. Mientras esperábamos compartimos unas mandarinas y unos huaynos que escuchábamos desde la radio. Pasó la hora y el chofer decidió que era hora de partir. Estábamos dejando atrás un pueblo casi fantasma, que sólo vive del contrabando, cuando de repente escuché unas bocinas a lo lejos. Miramos hacia atrás, e identificó el señor al camión con su cargamento. Pusimos marcha atrás, en busca de las gallinas. La cara se le iluminó de la alegría y juntos fuimos a subir las gallinas al camión. Entre varios fuimos subiendo los cajones con gallinas para hacer más rápido. Era hora de partir hacia Conima…