sábado, 14 de mayo de 2011

TIERRA AYMARA: DESCUBRIENDO MI IDENTIDAD DESDE EL OTRO

Silencio, un gallo canta. Silencio, un gallo anuncia un nuevo amanecer. Silencio, alguien se levanta. Comienza la semana: persianas que se suben, olor a frito, acarreo de bolsones y cajones. Se abre el Mercado Campesino. Voces y más voces que resuenan en el silencio.
Mañana gris en el pueblo de Sorata con nubes bajas que se dejan alcanzar con la mano acariciándolas con ternura.
Luego del silencio y torbellino de los sueños, en el alojamiento comienzan los viajeros a reencontrarse con sus botezos, desperezándose, gimiendo al intentar hacer crujir sus huesos. Rutinas de la mañana: ordenar la mochila, calentar la pava para el mate, cepillarse los dientes, cumplir religiosamente la cuota de producción orgánica.
Yo era uno más de los que daba señales de vida, preguntándome: ¿Qué hago yo? ¿Dónde voy? ¿Vuelvo a la Paz? ¿A dónde quiero ir? Demasiadas preguntas que uno se hace, ya sabiendo la respuesta, pero buscando seguridad en ella a través de la repregunta profunda y sincera. 
Me atraía el sonido de un pueblo llamado Italaque. Este lugar tenía para mi nombre de música andina. Italaque es un ritmo y una danza que utiliza el siku como instrumento musical. Pensaba yo que el viento andino sopla música en Italaque y que podría encontrar melodías arrancadas de los pulmones de un sikuri en aquel pueblo.
Quería encontrarme con historias, culturas, con personas que me puedan contar a través de sus cañas la forma de convivencia de las comunidades.  
Decidí que los llamados del corazón, abrieran el camino. Sólo es cuestión de acudir al deseo.
No encontraba referencias de cómo ir, de cómo era, de qué habría allí. Sabía que estaba en la provincia de Camacho, departamento de La Paz. Comencé entonces la travesura con una dirección pero sin mapa. Rumbo al altiplano boliviano había varios pueblos de comunidades aymaras por los cuales quería atravesar. 

Una primera parada sería Warisata. Para emprender dicho viaje me tomé una combi desde Sorata que me dejó en la puerta de la Escuela Ayllu Warisata. Quería aprender de la pedagogía del adobe.
Warisata es la historia de una experiencia pedagógica-social que nació en el año 1931 a partir de Elizardo Perez y Avelino Siñani, un funcionario de educación del gobierno boliviano y un representante de la comunidad de Warisata respectivamente. Ellos pusieron el primer ladrillo, pero quien organizó y fue el gran educador de la escuela fue… toda la comunidad de Warisata, ya que aportó la mano de obra, las ideas y los proyectos. Se llamaba Escuela Ayllu, y no era simplemente una escuela rural “para” indígenas, porque se trataba de una escuela “de” los indígenas. La misma estaba organizada bajo el concepto de vida comunitaria andina, siendo un consejo de sabios-maestros quien administraba la escuela.
Una serie de principios guiaban y estructuraban a Warisata: libertad, solidaridad y reciprocidad, producción, revalorización de la identidad cultural y comunitaria.
La escuela contaba con cinco niveles, desde pre-escolar hasta enseñanza media. La educación se realizaba en forma bilingüe (aymara-español) por una parte, a través de talleres que buscaban tanto producir aquello necesario para sustentarse (alimentos, viviendas, herramientas) como así también para vender o intercambiar en trueque con las comunidades aledañas. Había talleres de carpintería, mecánica, tejido, alfarería, zapatería, refinería de azúcar y cacao, entre otros. Junto a los talleres existía una sección agropecuaria donde educadores y educandos, junto a la ayuda y conocimientos de otros miembros de la comunidad, cultivaban especies autóctonas y criaban alpacas y otros animales domésticos. Además, allí se escuchaban programas de radio y se veía cine en quechua, aymara y castellano.
Como la escuela era la comunidad, desde la misma existía la preocupación de  irradiar su influencia y labor a todos sus pobladores, realizando eventos deportivos, actividades artísticas como teatro, danza y cine, conferencias de divulgación cultural, etc.
Pero como la escuela estaba educando al “indio” antes objeto de explotación, y como estaba revalorizando su cultura y haciéndolo consciente de su valor y de sus derechos, pronto desató no sólo la ira y el ataque de los hacendados cercanos -que veían como cada día más indígenas que solían estar bajo su subordinación se educaban y liberaban-, sino también de los sectores conservadores del país que la acusaron de estar provocando el enfrentamiento y la sublevación indígena.
Las convulsiones políticas y la constante presión de la oligarquía terminaron por lograr la desaparición de la Escuela de Warisata mediante la persecución y expulsión de Pérez, Siñani y otros docentes en 1940. Fue la desaparición del modelo que habían creado exitosamente, ya que la escuela siguió existiendo pero en la modalidad de una escuela rural tradicional.
Desde la puerta de la Escuela Ayllu, ya en el año 2011, meditaba y pensaba cómo es que uno -por ignorante o sabio- piensa que la madre de todas las zonceras (Civilización y barbarie), sigue tan vigente en la actualidad. Lo propio, los nuestros, lo que nace de nuestra tierra, es lo bárbaro, y lo ajeno, lo importado, lo que nace en el extranjero, es lo civilizado. Mirar adentro, encontrarnos con nuestras raíces, con nuestra historia, dialogar con nuestros amautas. Afirmarse/nos en nuestra identidad Indo-Americana, es el camino.
Ojalá que este breve relato de Warisata, ayude a despertar la curiosidad de conocer esta experiencia utópica vivida en nuestra tierra morena americana. Una historia de ayer, pero también una historia posible de hoy y de mañana.
Pude comprar en Warisata un libro para seguir aprendiendo de aquella vivencia y si alguien lo desea puedo compartirlo.
A poco de Warisata está Acharachi. Debía hacer parada en esa ciudad de los Ponchos Rojos para cambiar de ruta e ir hacia Escoma, punto para adentrarme en zona altiplánica. 
Era mediodía y picaba el bagre, encontré otro pescadito con muchas escamas que lo reemplazó, muy rico igual. Mientras comía hacia espera de un minibús que me llevará quién sabe a dónde, pero con rumbo a Escoma. Había varias personas que esperaban al igual que yo. Todos hombres y mujeres campesinos, mayores en edad. Les pregunté para dónde iban y no pude entender lo que me respondían. Me contestaron en aymara, creo yo. Llegó un minibús, y todos corrimos para ver si nos llevaba. Nos estábamos acercando para preguntarle, y dio arranque. No se por qué no nos llevó. A la hora pasó otro vehículo, y fuimos todos derechito a subirnos. Violentamente, a los empujones, cada uno fue metiéndose como podía. Queriendo ser respetuoso, esperé a que se acomodaran mis compañeros de parada para luego subir. Pero ya no había lugar para mí. Tuve una mezcla sensaciones. Las preguntas siendo las cuatro de la tarde eran: ¿Vendrá otro? ¿Frenará? ¿Tendré Lugar? Los transeúntes no me deseaban mucha suerte. Decidí esperar, y de última dormiría en Acharachi. No debí esperar mucho más y apareció una combi que me llevaría a Escoma.
Los pasajeros algo sorprendidos me preguntaban para dónde iba. Y yo mucho no sabía qué responder, porque no conocía la zona. Les decía “Escoma”. “Y ¿para qué?” me contestaban. “¡Quiero ir a Italaque!” “¿A qué?, no hay nada”. No me desanimarían.
En el trayecto iba admirando un paisaje inolvidable de pequeños pueblitos que se recostaban sobre el lago Titikaka, o que tenían detrás de un cerro aquel cielo azul  sobre la tierra. Pasé por Ancoraimes, Chaguaya, Puerto Carabuco, hasta llegar a Escoma.
Muchísimo frío al llegar, con vientos que se oían ante tanto silencio en el pueblo. Una plaza grande con poco verde y mucho cemento. No había muchos lugares para alojarse. Un señor me recomendó un sitio a dos cuadras de la plaza cercano a un taller mecánico. Al aproximarme al sitio, justamente pregunté al mecánico dónde había lugar para hacer noche y contestó: aquí es, yo soy el dueño. Una puertita era la entrada una casa/departamento con varias piezas, algunas habitadas en forma permanente en la parte inferior y otras en un primer piso. Todas las demás, para quienes hacían alguna parada en Escoma. Yo era la única persona alojada transitoriamente. Una piecita de dos x dos me ofreció, con baño afuera. Pagué casi nada, 8 bolivianos que serán casi unos dos pesos argentinos. Nunca entendí el precio, pero no pregunté. Muchas frazadas había sobre la cama. Estaba algo cansado, prendí la radio en la que sólo se escuchaba un locutor que hablaba en aymara y me recosté para probar la cama. De repente la noche llegó apresurada, y las estrellas dieron luz al pueblo. Salí a la calle buscando algún lugar para comer. Todo cerrado, sin gente a la vista. Llegaba a sentir al silencio como compañía. El sigilo se hacía parte de este pueblo. Sentía que de repente el viento se hacía música, y empezaba a escuchar el sicus. No sabía si mi imaginación y mis deseos me estaban jugando una chanza, pero una melodía iba viajando en mis oídos. Paso a paso, me fui alejando de la plaza central buscando un sonido que se perdía y volvía. Caminé en la oscuridad hasta que logré ver a cuadro jóvenes que sikureaban en un terreno baldío con un bombo. Eso es lo que venía a buscar a esta región de Bolivia. Gratificante fue el encuentro que terminó en una tocada conjunta de algunos temas: Yawar Malku, Poncho Negro, y otros temas que desconocía el nombre. El miedo a no terminar encontrando lugar para comer me llevó a despedirme, y a quedar de volver a encontrarnos el miércoles en un nuevo ensayo, pero algo más temprano.
Encontré un negocio con un cartel que decía cena, golpeé la puerta y entré. Un modesto local con un amable señor me ofreció el menú: Primero Sopa de Sémola y Segundo Saice (mi comida favorita). Mientras esperaba la comida, charlamos harto sobre la realidad de Bolivia y Argentina. Aparecieron historias de migraciones, parientes que se fueron a probar suerte a Argentina, encuentros y desencuentros con familiares. Él estaba queriendo ponerse en contacto con sus parientes que vivían en Avellaneda, pero el teléfono que tenía de referencia le daba siempre equivocado. Le pedí los datos que tenía y los fue a buscar, pero en ese momento no encontró la dirección ni los teléfonos de referencia. Le dejé mi teléfono y mi correo electrónico para ver si cuando tuviera esa información desde Buenos Aires le podría dar una mano. Estuve contándole sobre mi búsqueda de música andina, instrumentos o ropa típica por esta zona de Bolivia. Me recomendó que vaya a Charazani, ya que en Italaque si no hay una festividad estaría prácticamente vacía y no encontraría nada de lo que busco. Cuando le conté de mis inquietudes fue a buscar un dvd portátil y la tele, y me compartió un Cd de Jhacha Sicuris “San Miguel de Italaque”. Era su único cliente, halagado, bien servido y atendido. Como buen comensal le era recompensada su actitud. La estaba pasando muy bien, sintiendo que estaba encontrando lo que venía a buscar.
Ya bien entrada la noche, por estos pagos eran las 21:00 hs., un grupo de trabajadores de tendido eléctrico llegaron al lugar y se sorprendieron al escuchar música andina, sentían que se reencontraban con sus pueblos, con el sonido que escuchaban desde chiquitos y quedaba grabada en su memoria auditiva. Le preguntaron al dueño del lugar qué le quedaba de comer y sobre la música que sonaba. La mesa se amplió y yo estaba cada vez más feliz. Ahora la comida fue acompañada con la compra que hice de un vino, lo cual hizo que me quedara un rato más.
Lleno de alegría y bien comido, estaba listo para ir a dormir. Antes de despedirme el dueño del lugar, me regaló el CD de San Miguel de Italaque. Intenté querer  pagárselo pero no aceptó, le dije entonces que era por la comida, una propina. Nos dimos un abrazo y quedamos en volver a vernos cuando regresara de Charazani.
Iba a ir a la Villa de Charazani, no podía encontrar referencias positivas de Italaque, y nadie me podía indicar cómo llegar. Tenía nuevo destino.
La noche fría fue cubierta por varias frazadas y un sueño contenedor.